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¿Era frígido Buster Keaton?

«Buster ama mal, su expresión afectiva se ha quedado inválida. Con movimientos toscos se acerca hacia mí como un boxeador de peso pluma que ha perdido su capacidad de coordinación. Las manos que se mueven por mi espalda son las de un huérfano embutido al vacío que en las horas de claridad de la madrugada me penetra como si estuviera alienado.
Pero válgame Dios, ¡lo que te hace sentir! Su zanahoria parece estar hecha a medida para mi rallador, la lluvia ha preparado un lugar húmedo y mullido para su rábano. Tengo que agarrarme a la mesa cuando lo recuerdo.» 

Éstas son las declaraciones de Daryl Valley-Keaton, la mujer de Buster Keaton. O, mejor dicho, éstas son las intimidades que el escritor finlandés Kari Hotakainen supone confesando a esta imaginada esposa de Keaton que, en realidad, no es Natalie Talmadge, ni Mae Scriven, ni Eleanor Norris, las únicas tres mujeres que consiguieron que el legendario actor de cine mudo pasase por la vicaría. Pero lo cierto es que en el libro Buster Keaton: Vida y obra (Meettok, 2009), al contrario de lo que parece sugerir su título, los aspectos biográficos son lo que menos importa. Aquí se trata de fabular sobre la realidad, arrastrando al lector en un juego de rocambolescas metáforas y reflexiones puestas en boca del actor y de todo un elenco de secundarios que abalan lo inverosímil: Porque ¿qué diría Buster Keaton si tuviese voz en nuestros días? ¿Y qué dirían de él sus padres, su hijo, el portero del edificio donde se crió, o el mismísimo Clint Eastwood?
Aunque muchos sostendrán que no es la primera intromisión de Buster Keaton en nuestros días (veáse que se cuentan por decenas las personas que creen ver en el jugador del Real Madrid, Mesut Özil, un trasunto del impasible intérprete de «El maquinista de la general»), Hotakainen ya fabulaba con esta idea en 1991, cuando consiguió publicar su libro en Finlandia. Así pues, la novela se convierte en una original y monstruosa alegoría en la que, en realidad, hablar de Buster Keaton o de Charles Chaplin resulta indiferente porque lo importante es la filosofía de vida que despierta el personaje y con la que el autor elucubra: «Se aferran a mí porque yo no me aferro a nada», comenta Hotakainen en el prólogo que el Buster que tiene en su cabeza hubiese escrito. En realidad, el libro podría resumirse en una concatenación poética de elementos pseudobiográficos en los que, intentando describir el «yo» íntimo de Buster, de ese rostro hermético que conquistó a generaciones, se llega a tocar con certeza la intimidad del lector. «En mis momentos oscuros soy mister nobody, un don nadie, el sillón violeta de un hotel gris, resistente pero preso de su carácter concienzudo, y por lo tanto insulso.»
Toscas, obscenas, novedosas o, simplemente, bellas, las asociaciones de ideas que dibuja Hotakainen poseen una capacidad de fascinación que no está al alcance de cualquier escritor. «[Buster] No se mete en tu vida como si fuera una excavadora, sino que se desliza en el buzón, como si fuera un anuncio. Por la mañana encuentras en el suelo de tu vestíbulo unos zapatos puntiagudos de la talla 43, y desde la cocina se escucha una voz que pregunta: ‘¿Dónde guardáis los filtros del café?'» Con escenas cotidianas, que elevan los objetos a la categoría de reliquias metafísicas, el autor encuentra en la trivialidad y la rutina una forma de conducir el lenguaje a un desternillante y caótico universo en el que todo parece sacudirte e invitarte a despertar. «El amor no se ve tampoco en la vida real, está en la frase subordinada, en el bajo de la falda, en el dobladillo del pantalón. Se ve mejor cuando no está.«
Eso sí, en determinadas partes del libro, el humor ácido e hiriente corre el riesgo de no funcionar llegando a convertir el libro en un juego de buenas intenciones en el que la empatía desaparece al tiempo que personajes como Arnold Schwarzenegger, Chaplin o Clint Eastwood se pasean por la trama sin demasiada gracia.
Planteada como un híbrido entre el relato documental, la autobiografía y la sucesión de testimonios, en general, la novela tiene un gran poder evocador y constituye una acertada radiografía del patetismo humano y de esa grandiosa comicidad que oculta y que, parece, sólo es perceptible por el ojo ajeno:

«Lo ameno tiene que ocurrirle al otro, uno mismo no lo notaría. Es mejor que el portero resulte cómico a quince metros de distancia, uno no puede distinguir lo ameno en si mismo, ya que no se está ni siquiera a un centímetro de distancia de uno mismo. Por eso hay que desarrollar una habilidad especial para poder verse desde lejos. Inténtalo por todos los medios, abandónate en una esquina de la calle, después vete al bar más cercano y obsérvate desde allí: ¿ves ya cómo andas, lo ridículo que resulta tu sombrero, lo embarazoso que te sientes, como esperando que alguien te atropelle, se case contigo o te venda un inmueble?»

Con todo, se entiende porqué Kari Hotakainen (quien, por cierto, sufrió un aparatoso accidente de tráfico el pasado mes de marzo) se ha convertido en una de las voces más singulares y reputadas del panorama literario finlandés consiguiendo cultivar con éxito diferentes géneros (poesía, teatro, novela e, incluso, guión). En su estilo se percibe una inalterable la virtud poética y una conmovedora imaginación capaz de inocular en el lector un sinuoso universo en el que la sonrisa vaga entre la fábula y la tragicomedia. 
Kari Hotakainen (fuente: iltalehti.fi)


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La desafortunada unión de Dustin Hoffman y Meryl Streep

Kramer contra Kramer (1979) es uno de esos títulos que uno transporta en la memoria a pesar de que los detalles y las escenas parezcan haberse traspapelado en el viaje de los años. La historia, basada en la novela homónima de Avery Corman, unió sin demasiado éxito a Dustin Hoffman y Meryl Streep interpretando a un matrimonio fracasado que se disputará la tutela y el amor de su único hijo. Con esta cinta, Hoffman, que ya había sido encumbrado a la fama con El graduado (1967) y había mantenido su affaire con el público gracias a su papel en Cowboy de medianoche (1969), puso fin a una década discreta y obtuvo su gran reencuentro con el éxito encarnando a Ted Kramer, el personaje por el que ganaría su primer Oscar en 1979. La evolución de Kramer, un publicista al que su mujer abandona en la cumbre de su carrera dejándolo solo al cuidado de su hijo, eleva la película al drama y convierte a su personaje en un héroe de lo cotidiano (sólo hay que que ver cómo prepara el desayuno al principio del filme).

La relación entre padre e hijo conviviendo con la figura de una madre ausente se suma a las dificultades que la propia sociedad impone. Una trama que ya ha sido retratada con mayor emotividad en títulos como En busca de la felicidad (2006), si bien en esta película es el cambio en el personaje de Hoffman el que atrapa la sensibilidad del espectador. Observar cómo un padre ególatra y totalmente virginal en las tareas domésticas asume su responsabilidad como progenitor y los roles que esto conlleva es un proceso dificultoso que Dennis Dugan se atrevió a reflejar en clave de comedia en Un papá genial (1999). Ese punto calamitoso del personaje principal unido a su admirable preseverancia convierten a Ted Kramer en un ser entrañable y entregado que poco tiene que ver con el hombre de las primeras escenas.
Con un tufillo algo conservador, la historia deja en peor lugar a la madre del pequeño, interpretada por Meryl Streep. Una mujer con inquietudes atrapada en la vida hogareña que un día decide abandonarlo todo para reencontrarse a sí misma. Si este mismo argumento suena exótico y hasta profundo en Come, reza, ama (2010); en Kramer contra Kramer Joana se presenta ante el espectador como una mujer algo desequilibrada, que ama a su hijo, a pesar de que es incapaz de permanecer atada a las imposiciones que requiere su cuidado. Es la gran derrotada, la madre que abandona el hogar y que se pierde en una vida de placeres efímeros. A pesar de los achaques de su personaje, el filme también supuso el primer Oscar de Streep en la categoría de mejor actriz secundaria, aunque tal y como confesaría años más tarde, compartir escenario con Hoffman no fue demasiado agradable. Luis Miguel Carmona, en su libro Los 100 mejores melodramas de la Historia del Cine, recoge que la actriz se había sentido bastante violentada con el comportamiento del protagonista. «La primera vez que lo vi me dijo: soy Dustin Hoffman. Y me tocó las tetas. Pensé que era un cerdo». Y tal repugnancia se aprecia en las escasas escenas que comparten, especialmente en la nula tensión que despiertan en la disputa inicial de la película, cuando el matrimonio se separa: a Hoffman parece no importarle demasiado que se mujer la abandone y Streep demuestra poca química con el arrebatador protagonista de El graduado. Claro que Hoffman ya tenía un nombre en el star-system y Streep todavía no se había convertido en la legendaria protagonista de La decisión de Sophie, ni atisbaba los taquillazos que conseguiría en los 80 con Memorias de África y en los 90 con Los puentes de Madison. Tanto es así que, como cuenta Carmona, los nervios le jugaron una mala pasada y Streep olvidó su Oscar en los lavabos del Dorothy Chandler, teatro en el que se entregaban los premios de la academia.

A pesar de las desavenencias entre Streep y Hoffman, como en la vida misma, al final el mayor perjudicado de la cinta fue el pequeño Justin Henry (convertido ahora en un mozalbete de 40 años). Aunque su interpretación como el hijo de los Kramer le había colocado a la cabeza en la lista de favoritos (a sus 8 años se convirtió en el actor más joven en recibir una nominación a los Oscar) el batacazo fue absoluto y no consiguió ni un solo galardón. Y eso que la película se hizo con cinco estatuillas ese año (entre ellas, mejor película, mejor director para Robert Benton y mejor guión adaptado). No es de extrañar que, recientemente, Benton tuviese un pequeño personaje en la aplaudida serie Perdidos.

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Penélope, poco pirata y demasiado Cruz

Con o sin premeditación, llegó a España en su mejor momento: en su cuerpo no queda ni rastro de la reciente maternidad y su cara tenía ese brillo especial de quien atraviesa la etapa más dulce de su vida. Radiante y cercana -podría decirse que en casaPenélope Cruz ejerció como anfitriona entre sus compañeros del star system hollywodiense: junto a ella estaban el director de la cinta, Rob Marshall (realizador de Nine y Chicago), el productor Jerry Bruckeimer (uno de los más taquilleros) y los actores Àstrid BergèsFrisbey (la embelesadora sirena de la cinta) y Sam Claflin (el predicador).

La intérprete española definió su participación en la cuarta entrega de Piratas del Caribe como “una de las mejores experiencias de su vida profesional” porque, entre otras cosas, le permitió viajar durante seis meses por todo el mundo. También se deshizo en halagos a Marshall, con el que ya había trabajado en Nine y, por supuesto, a su compañero de reparto, Johnny Depp (con el que dice compartir un sentido del humor «absurdo, pero gracioso»). Asimismo, adelantó que en la próxima película que rodará con Woody Allen su compañero de reparto será Roberto Benigni. Aunque explicó que el director de Manhattan no quiere que se den detalles sobre la película, sí indicó que se trata de una “comedia pura”. A buen seguro, el morbo estará servido en cuanto Allen y Benigni se encuentren en el mismo plano.
Sin embargo, más allá de las cuestiones puramente cinematográficas, en la presentación no hubo el golpe de efecto que, en el fondo, todos esperábamos. Ni una palabra sobre su hijo Leo, ni sobre Bardem, ni sobre cómo se siente una chica de Alcobendas con su propia estrella en el paseo de Hollywood o siendo invitada a subir al escenario durante un concierto de un icono como Prince. De hecho, el periodista que se atrevió a comentar algo sobre su maternidad -creo que, en general, todos pecamos de excesivo respeto a evitar lo personal- provocó el único momento tenso de la rueda de prensa. Y eso que la pregunta pasaba muy por encima las cuestiones íntimas: «¿cree que su reciente maternidad la enriquece como actriz?» La sonrisa de Pe se desmontó por un instante aunque, más que pudor a contestar, intuyo que lo que le molestó fue saber que alguien podía atreverse a saltarse las reglas y mencionar el tema. Sin embargo, después de un incómodo silencio, contestó resuelta, distendida. Explicó que «ser madre te enriquece como persona» y añadió que «algo tan maravilloso y tan fuerte tiene un efecto en ti y en todas las áreas de tu vida». Eso fue todo. Después de casi seis meses sin pisar España nos hemos quedado con más ganas de Penélope Cruz. Con ganas de que se borrase esa absurda muralla que se ha forjado en torno a los suyos. Podría haberse ido un poco de mal rollo. Pero no fue el caso. Aunque hay que reconocer que, pese a las críticas, pese a que se eche de menos un poco de esa frescura de extrarradio y de esa osadía pirata, esta chica nos sigue hipnotizando. Quizá por eso sigue consiguiendo que el periodista incómodo que todos deberíamos llevar dentro se quede enmudecido mientras ve tintinear su melena de un lado al otro de su cara.

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La ciudad de los tejados encendidos

Son las siete de la mañana. Enciendo la radio en busca de esas voces informativas que sintonicen mis bostezos con la vida que hay despierta más allá de las paredes del hotel. Estoy en Lexington Avenue con la 49. La nomenclatura de las calles y su división cuadriculada posibilitan que hasta un pato mareado, como esta que les escribe, pueda aplacar su torpeza orientativa. Ni el jetlag ni el cansancio impiden apreciar los detalles de esta ciudad que es cine en estado puro. Nueva York, sin quererlo, es un lugar común y todos pertenecemos a ella. Es como si de pronto uno hubiese entrado por la pantalla de su televisor y pudiese habitar esa cultura tantas veces aludida a través de las películas.

Creo que ésa es una de las razones por las que Nueva York es tan maravillosa e impactante. Que ¿por qué resulta fabulosa? Porque no decepciona. Es justamente como te la esperas: La nieve negruzca amontonada en las esquinas, las humeantes alcantarillas, los puestos de Hot Dog que perfuman la calle seduciendo a tu apetito. Son también esos ortopédicos y rectangulares taxis amarillos que Robert de Niro condujo en el 76 y, de algún modo, casi te convences de que encontrarás a una jovencísima Jodie Foster de faena por las esquinas. Tambien, al transitar la 5ª Avenida, parece que Audrey Hepburn esté todavía frente a la puerta de Tiffany´s tomando su desayuno antes de conocer a Hannibal, el de El Equipo A, pero cuando aún no tenía un puro en la boca, ni la cabellera cubierta de canas, ni se le había relajado su porte seductora. Y llegas a entender por qué sobre la moqueta de esa joyería, Holly Dougherty sentía que el miedo se había escurrido en alguna alcantarilla muy lejos de allí.

Sí, Nueva York es éso: la gente comiendo noodles con palillos chinos, los transeúntes bebiendo por la calle su café recién comprado en los cientos de Starbucks que dominan cada rincón comercial. Son las pistas de hielo y los enamorados dibujando sus I love you sobre la superficie cristalina de un 14 de febrero. Son los cegadores carteles luminosos de Times Square, la omnipresente publicidad, es Frank Sinatra cantando eternamente su New York, New York y es Petula Clark invitándote a ir al centro de la ciudad con su Downtown, allí donde la luz es más brillante, allí donde todo parece suplicarte que gastes ese puñado de billetes de un dólar que te llenan los bolsillos y con los que finges una opulencia que sólo es aparente. Son los majestuosos edificios que brotan de todas partes y que fomentan un persistente dolor de cervicales en los turistas. Es el Subway con sus elegantes y clásicas entradas y son las iglesias con coros gospel animándote a tener fe, a creer que quizás sí, de este modo, uno puede encontrar ese sentido de trascendencia que tantas veces se agarrota. Hasta nosotros, los atolondrados visitantes, somos parte de la imagen de esta ciudad, retratándonos en Wall Street, conmoviéndonos a orillas del río Hudson, apabullados bajo la inmensidad de la Estatua de la Libertad, pasando al lado de ese grupo de asiáticos con cámaras que lo mismo alucinan ante el David de Miguel Ángel como ante el primer letrero que Pepsi colocó en Estados Unidos.
Pero lo que mas me enamora de esta ciudades es su afán de compensar con toda clase de luminarias, esa luz natural que comienza a apagarse hacia las cinco de la tarde. Hasta los tejados brillan con un esplendor tan artificioso como seductor, señalándote su fabulosa construcción, recordándote que el vértigo parece menos pronunciado si uno enciende sus sentidos y los deja volar.
Lo cierto es que uno acaba atesorando tantas imágenes sobre Nueva York, que de vuelta, apenas logra diferenciar cuáles le son propias y cuáles no. A estas alturas del rascacielo de mi memoria, parece que lo único que persiste con asombrosa certeza es ese tenaz gusanillo buscando regresar al ombligo de su gran manzana.

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Sin remordimiento

El olvido es un don caprichoso, pero lo es más aún el recuerdo. Aquel profesor con ojos de egipcio, que todavía asalta alguna de mis reflexiones noctámbulas, ya me hizopensar una vez en la importancia de la memoria porque, al fin y al cabo, es lo que nos hace ser. Sin memoria, no existiríamos. Sin el recuerdo del ayer, naceríamos a cada instante y ese ejercicio de reiterada virginidad puede resultar algo agotador. Por eso me fascina pensar que no es la personalidad lo que nos define, sino el recuerdo que tenemos de nosotros mismos, nuestro empeño loco por perpetuar ciertas pautas que hacemos propias y que consiguen hacernos diferentes –un poco diferentes- a los ojos de los demás.

Pienso en esto ahora, después de haber vivido uno de esos episodios en los que uno recuerda con el piloto automático puesto, como cuando te atas los cordones sin hacer de tus dedos un nudo o como cuando consigues cambiar la marcha y pisar el embrague sin tener que coordinar cada movimiento. Resulta curioso, y me atrevería a decir placentero, vivir uno de esos instantes en los que la memoria hace su trabajo mientras tú asistes atónito al espectáculo del ayer. Que una melodía dé sus primeras punzadas y tu lengua, como recién levantada de su letargo, comience a danzar con la letra de la canción, sin dejarse una coma atrás. Por muchos años que hayan transcurrido, recuerdas hasta los chasquidos que da la música cuando ya no debes decir nada, recuerdas cada giro, cada agudo y cada grave, recuerdas y ni siquiera sabes cómo ni por qué, pero de pronto, tú ya no eres tú, sino la imagen caduca de tu pasado. Y una letra, una estúpida letra, se convierte en el viaje más fascinante que puedes hacer sin necesidad de soltar las amarras de tu propio puerto, porque ahí está todo, como lo estaba entonces: la quietud del campo y aquel DVD plateado que costó un riñón y que ahora cambiarías en cualquier CashConverter por un diente picado, pero que entonces era lo más y conseguía reproducir tus CDs mientras el logotipo con su marca rebotaba de un lado a otro dentro del marco de la tele. Sí, ahí están las horas, aquellas horas que vuelven: el olor de un invierno pausado y feliz, los muebles rústicos de la casa, el ladrido lejano de un perro, la cortina estampada que nunca lavaste, aquel sofá incómodo que conseguiste domar en alguna que otra siesta. Todo, en una canción. En una letra que atesoras en la memoria, sin darte cuenta, como si nunca se hubiese ido del todo y ahora regresase para proporcionarte esa misma placentera felicidad que te dan cinco euros arrugados en el fondo del bolsillo.

La memoria es caprichosa, pero no tiene prejuicios. Es como si todos tuviésemos nombre, pero nadie pudiese recordar sus apellidos. El recuerdo es puro hasta cuando nuestra imaginación pone de su parte al crearlo. Y lo más fascinante del recuerdo es que uno siempre lucha contra él, porque en el fondo, intenta echarle un pulso al tiempo y salir ganando, para traerlo de nuevo, o para echarlo de nuestra vida para siempre. El recuerdo está ahí, como esa palanca que te sube las lágrimas a la azotea al ver el final de Toy Story 3 o la secuencia en la que el foco descubre al personaje de Roberto Benigni en La vida es Bella. Es la misma palanca y son las mismas lágrimas, en ellas va algo de nosotros mismos. Y nos da igual que la película nos hable de unos muñecos a punto de convertirse en plástico fundido o de un judío luchando por sobrevivir al Holocausto porque el tornillo que nos atraviesa la tráquea es siempre el mismo y acaba por enjuagarnos los ojos sin ninguna clase de prejuicio. La náusea es instintiva, emocional, salvaje; el vómito, sin embargo, es un acto racional. Por eso, las lágrimas y el recuerdo son arcadas y hay que disfrutarlas como tales, así, como vienen desfilando, al igual que la letra de aquella canción. ¿Por qué ponerle apellidos?

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‘Sexo por compasión’, una impecable ópera prima

Cierto tipo de películas están fomentando la frigidez emocional del espectador. Algunos creen que hacer cine es como comer pipas y, una vez dominada la técnica, ya tienen asegurado el automatismo. Para evitar la hinchazón de labios a causa del exceso de sal, es mejor recuperar esas cintas que, extrañamente, consiguen que la memoria segregue un agradable recuerdo. En este sentido, Sexo por compasión es una película tangible, que aporta algo real e innovador y pertenece a ese selecto plantel de producciones que se quedan enredadas en la lengua para hacerse recomendables.

Comedia estrenada en 1999, Sexo por Compasión fue la ópera prima de Laura Mañá, directora, guionista y actriz, que algunos recordarán dando vida a la dogmática miliciana de Libertarias (1996), que atolondra a un grupo de prostitutas con un encendido discurso sobre dignidad y camaradería.

Y es que son muchos los atributos de Laura Mañá y casi todos están condensados en este primer trabajo. Como guionista hay que reconocer en ella una indudable capacidad para recrear un mundo propio y reflejar un estilo que guarda muchos parentescos con el realismo mágico. Sexo por compasión es un buen ejemplo de esta faceta creativa. Ambientada en un tiempo indefinible, en un pueblo descolorido que ha perdido el entusiasmo, la profundidad de los personajes y ese toque hiperbólico de su carácter inducen a un ambiente surrealista, al estilo de Amanece que no es poco, pero sin el punto histriónico de la película de José Luis Cuerda.

La actriz María Barranco, al hilo de su interpretación en el último trabajo de Mañá, La vida empieza hoy, confesaba en una entrevista que gracias a su formación interpretativa esta directora cuida a sus actores y no los trata como «muñecos». No en vano, al frente de un sólido reparto, con Elizabeth Margoni a la cabeza, en Sexo por compasión consigue que la profundidad de sus personajes no quede eclipsada por la popularidad de actores tan reconocibles como Álex Angulo, Pilar Bardem, Mariola Fuentes o Pepe Sancho. En este plantel de figuras, debo reconocer mi debilidad por una Elizabeth Margoni que hace increíblemente creíble un personaje como Dolores, esa católica ferviente que, impulsada por sus deseos de amor al prójimo acabará regalando lo prohibido… hasta el punto de convertir el pecado en una obra de caridad. Margoni es el cuerpo generoso que irradia dulzura yla voz que en cada frase entonada seduce al modo de un canto de sirena. Su cara angelical y esa resignación bondadosa que consigue transmitir constituyen gran parte de su acierto interpretativo. Todo ello, sumado a la atemporalidad de la narración y a unos personajes tan cautivadores y fantásticos como la vieja Leocadia –obsesionada por retratarse cada mañana en una nueva fotografía-, la lospareja de enamorados sin más ruegos a San Antonio que valor para confesar sus sentimientos y ese displicente universo masculino -que emplea como pilares el papel del cura y el del marido- corroído por la santidad de Dolores. Todos estos personajes sustentados en el áurea de la protagonista, cuya capacidad de entrega parece no tener límites, recrean un cruce de relaciones hilarante hasta el punto de que la acaban elevando a la categoría de mártir. Una mártir moderna que carga con abnegación las patologías de sus singulares vecinos.

Las preguntas, cargadas de moralina, no tardan en emerger ¿Cómo sería una santa en el siglo XXI? ¿En qué consistiría su generosidad? ¿Sería vista la bondad extrema como un acto de soberbia? Divertida e irónica, el personaje de Dolores se acaba convirtiendo en una especie de Meca cristiana a la que todos deben visitar. Pero, como es sabido, la perfección no es bien acogida siempre, ni siquiera en esta suerte de Macondo cinematográfico. En ese toque disparatado y a la vez tan verosímil está toda la fuerza creativa de Mañá y gran parte de su maridaje con el realismo mágico, que no está reñido con el afán reflexivo que se resguarda en el fondo de la película.

Por su parte, el protagonista masculino y marido de la Santa, encarnado por Pepe Sancho, viene a ser una imitación del José bíblico, condenado a vivir a la sombra de una virgen. Sin embargo, ayudado por su carácter, medio áspero, medio sentimental, acabará demostrando que detrás de una gran mujer bien puede esconderse un hombre profundo abochornado por la grandeza de su cónyuge.

En el apartado técnico, el realismo mágico se refleja en un juego de luces que recuerda la fábula y el oportunismo que Victor Fleming empleó en El mago de Oz, pasando de una vida en escala de grises a otra de intenso color motivada por la hilarante acción de los personajes. Con este tipo de rasgos, Laura Mañá muestra que es atrevida y eficiente, adjetivos que no siempre van de la mano. Y es que Sexo por compasión es una comedia en la que no sólo se habla de un guión cuidado y de unos protagonistas perfectamente definidos, sino que tratamos una composición de planos pictóricos en los que la fuerza de la imagen sustenta la narración sin necesidad de diálogo, como muestran los primeros minutos de la película.

En definitiva, en su faceta como realizadora Laura Mañá es imaginativa y soprendente y hace al espectador partícipe de un mundo interior rico y profundo. De una indudable calidez, esta ópera prima consigue una factura envidiable definiendo las pautas de un estilo propio, que muchos no han sabido proyectar a lo largo de toda su vida profesional. Tierna, fantasiosa y cómica de principio a fin, Sexo por compasión es una excelente ventana por la que contemplar el cautivador universo de esta directora.

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‘Two for the road’ o el cine con mayúsculas

Para los verdaderos fans de Audrey Hepburn, aquellos que han sabido valorar la magia interpretativa de esta mujer inigualable -a pesar de que su verdadera vocación fue la danza clásica y de que su elevada altura (entorno a 1,70 cm.) la alejase de este sueño- y han podido apreciar la profesionalidad con la que asumía cada papel, la película ‘Two for the road’ (1967) es uno de los argumentos irrevocables para destacar su valía. Porque Audrey Hepburn era mucho más que elegancia y, sintiéndolo hondamente por todos esos «fashion victim» que coleccionan infinidad de abalorios con el rostro de la actriz, relegarla a ser la reina del glamour no sólo me eriza los nervios, sino que me sigue pareciendo una soberana estupidez destinada a enmascarar el genio interpretativo de una mujer tan versátil como carismática.


Y a colación traigo uno de sus mejores trabajos: ‘Dos en la carretera’. Película que posee una maravillosa combinación de encantos: estupendo guión e inmejorables intérpretes, orquestados por una majestuosa dirección a cargo de Stanley Donen. Y todo aderezado con la música del sin par Henry Mancini, autor del popular tema ‘Moon River’. Pero vayamos por partes.

La historia, que podría ser incluso vulgar, pretende resumir la vida de un matrimonio desavenido y hastiado, Mark y Joanna Wallace, que escudriñan su presente intentando aferrarse a un motivo para continuar su relación. El guión corre a cargo de Frederic Raphael, autor de ‘Eyes Wide Shut’, que en esta ocasión supo exprimir todo el jugo a su talento para elaborar una comedia que le llevaría a estar nominado a los Oscar, en la categoría de Mejor Guión Adaptado. Asimismo, el estupendo montaje, catalogado en la época como experimental, propone una yuxtaposición de escenas en las que descubrimos el pasado de este matrimonio utilizando como vínculo para los continuos flashback los vehículos con los que la pareja viajó desde que se conocieron. Nada sabemos de su hogar, ni siquiera conoceremos el rostro de su hija porque todo lo importante de su historia se extrae de la complicidad que existe entre ambos. Así, un objeto tan cotidiano como su coche, acaba siendo reflejo de una época, de su posición social y, sobre todo, de su relación, a la que vemos transitar desde la inocente felicidad de dos veinteañeros sin un duro que se desplazan en la parte trasera de una furgoneta, hasta los problemas de un matrimonio asentado, que rodando con su elegante MG, se pregunta en qué momento su amor comenzó a deteriorarse.


-Mark: ¿Qué clase de personas pueden sentarse enun restaurante y no decir palabra?

-Joanna: Los matrimonios.

[fragmento del guión]

Con este argumento, algún lector podría recordar la película ‘Revolutionary Road’ (2008) que volvió a unir a Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, esta vez interpretando a un joven matrimonio que ha perdido la espontaneidad encorsteado en la moralidad norteamericana. Pero la decadencia conyugal es tratada en esta producción con tintes melodramáticos que se alejan en mucho de la excelencia de ‘Dos en la carretera’. Para los espectadores más dados a la comedia, la línea argumental podría relacionarse con el metraje de ‘500 días juntos’, que propone extrujar la vis humorística de una relación a la que el inevitable paso del tiempo llena de contradicciones y asperezas. Sin embargo, la comparativa hace caer estas cintas a un nivel de pretensiones que sólo alcanzan la pazguatería.

Y es que, sin menospreciar los ejemplos citados, la fórmula del éxito de ‘Dos en la carretera’ es la de los personajes redondos encarnados por unos actores todavía más redondos. Albert Finney, que da vida a Mark, ya no es el joven apuesto y atractivo que seducía a las espectadores en las salas de cine. A sus 74 años puede que el recuerdo más tierno que tengamos de su vejez es interpretando al fantasioso padre de Ewan McGregor en ‘Bigh Fish’. Pero, en el caso que nos ocupa, no destaca tanto por su belleza como por conseguir un papel tan creíble que parece indisoluble a su carácter. Porque Mark, ese pretencioso arquitecto al que interpreta, es tan irritante como adorable. Y la tarea más difícil en esta película es que los actores sepan transmitir la evolución de sus personajes, como tándem y de forma individual. ¡Y lo más espectacular es que lo consiguen! Así, Albert Finney pasa de ser el joven ambicioso y arrogante que conquista por esa extraña mezcla entre la seguridad y la torpeza, al apuesto y exitoso cuarentón que sigue conservando cierta fragilidad adolescente. ¡Tan irresistible como huraño! Mención a parte merece Audrey Hepburn. Con un personaje atrevido, fresco y un tanto payaso, cuyo encanto natural seduce a la par que conmueve. Y es que, la que fue oscarizada a la primera (ganó la estatuilla a la mejor actriz con ‘Vacaciones en Roma’, su primer papel para la gran pantalla) da veracidad a una extrovertida veinteañera -a pesar de que ella ya tenía 38 años- que acaba convertida en una esposa sarcástica obligada a pasearse por el mundo snob que rodea a su marido. Divertida y entrañable, podría decirse que la Hepburn consigue una vez más elevar a su personaje por encima de las posibilidades que posee sobre el guión.

En cuanto a la dirección, firmada por Sanley Donen, sólo pronunciar su nombre ya es una garantía de éxito. Ya había trabajado junto a Audrey Hepburn en otras estupendas producciones como ‘Una cara con ángel’ -en la que pudo dirigir a su ídolo adolescente, el bailarín Fred Astaire– o ‘Charada’. Pero en esta ocasión, da una vuelta de tuerca. Y es que pocos saben tratar la comedia con la ternura y la eficacia de este realizador. Si en 1952 conquistó un lugar propio en la historia del séptimo arte dirigiendo junto a Gene Kelly el mítico musical ‘Cantando bajo la lluvia’ en, ‘Two for the road’ no sólo sabe sacar lo mejor de sí mismo, sino también la inmejorable versión de sus actores. Porque, parte de la magia y de la complicidad que se respira entre Finney y Hepburn quizás resida en un hecho real: la relación que ambos intérpretes mantenían fuera de la pantalla.
He aquí la anécdota digna del papel couché. Albert Finney, siete años más joven que Audrey, cayó rendido ante la seducción innata de una Hepburn tristemente convencida de que su matrimonio con Mel Ferrer ya no podía salvarse. Realidad y ficción se confunden hasta que el protagonista de ‘Guerra y Paz’, cegado por los celos -y a pesar de que él se había estrenado mucho antes en eso del adulterio- decide amenazar a su esposa truncando toda aquella felicidad. El ultimátum consistió en dar por finiquitado su affaire con Finney so pena de retirarle la custodia de su hijo Sean. Ante este cruel panorama Audrey Hepburn decidió romper la relación que le había hecho recobrar la vitalidad y el optimismo perdidos para no alejarse de su hijo. En esta ocasión, ni el happy end hollywoodiense ni el amor triunfaron, porque Audrey fue ante todo, una mujer generosa, entendiendo la palabra como es: sin límites en la capacidad de entrega.


Pero al margen de lo anecdótico y de la tristeza oculta entre bambalinas, ‘Dos en la carretera’ es un asegurado viaje por el buen cine y una fuente inagotable de empatía y admiración. No es de extrañar que, engatusados por la calidad de esta historia, uno de los matrimonios más longevos de nuestro país, Víctor Manuel y Ana Belén, eligiesen este nombre para titular una de sus giras conjuntas. Y es que, por ley, debería obligarse a cualquier pareja en trámites de separación a consumir esta comedia romántica, que no es más que el reflejo parodiado de lo que, en demasiadas veces nos convertimos atrapados en la gigantesca sombra de lo que fuimos. Y sin haberlo pensado… ahí dejo el pareado.

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Amores de bolsillo

Envidia produciría a todo el plantel de dioses allá en el Olimpo saber que los mortales han llegado a resumir en una edición de bolsillo el sentimiento que por antonomasia ha alimentado todas sus tramas divinas. Y es que, hasta el más idealista en términos amorosos, admiraría el práctico modo de proceder en estas lides si pudiésemos sacar el amor del bolso cuando a uno le viniese en gana. Eso sí, cantautores y demás miembros del gremio artístico se hundirían sin la más triste inspiración. En cualquier caso, como ya preconizaba en aquella versión de «Caballo viejo» nuestro popular Julio Iglesias, «el amor no tiene horario ni fecha en el calendario», así que sigue y seguirá siendo, mal que nos pese, un sentimiento indomable.
Sin embargo, para los fans del séptimo arte, especialmente aquellos admiradores del género lacrimógeno hollywoodiense, el libro Un amor de cine puede ser el mejor atajo para saciar nuestras ensoñaciones románticas. Portable a la playa, a la montaña, a la piscina y, para los mañosos en eso de envolver, hasta sumergible; la edición de Debolsillo, resume en su pequeño formato algunas de las películas más populares del género que han bailado sobre las pantallas en todo el mundo.
De modo que, aunque este tipo de prácticas son más propias del invierno, el libro permite en pleno estío, darse un buen atracón de romanticismo. Así, el lector puede sustituir la manta y la tarrina de helado tamaño industrial por una toalla engarzada en perlitas de arena y un minúsculo polo que amenace con el deshielo inminente sobre sus manos; mientras derrocha anhelos bovaristas contemplando fotogramas tan emblemáticos como el de la mítica Titanic, acompañados del fragmento más tierno del guión de la película. Desde Anna Karenina (1935) con la inigualable Greta Garbo como protagonista hasta Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008) que cierra la edición, el observador se lanza a un agradable viaje en el que caben «tradicionales clásicos» de la talla de Lo que el viento se llevó (1939) y Casablanca (1942) o «modernos clásicos» que a fuerza de costumbre y reiteración han colmado sueños amorosos por todo el globo: Memorias de África (1985), Dirty Dancing (1987), Cuando Harry encontró a Sally (1989), Cuatro bodas y un funeral (1994) o Los puentes de Madison (1995), entre muchas otras. En total, más de un centenar de películas que, a modo de listado, podrían engrosar cualquier «Manual para el Amor». Es lo que se dice, todo un ejemplo de utilidad y eficiencia.
Para los más escépticos siempre queda la opción nostálgica: recordar la interpretación de los actores y revivir aquellos diálogos que marcaron un referente insuperable -y tan hiperbólico como los ejemplos Disney– en nuestra concepción de las relaciones de pareja. Para todos los demás, sólo resta extraer la belleza narrativa y el ingenio de algunos fragmentos del libro: películas que, con o sin amor, consiguen remover algo en la conciencia cuando el puñetazo de la empatía sacude el vientre del espectador-lector.

Gilda (1946)

Gilda: Tú me odias ¿verdad?

Johnny: No tienes ni idea hasta qué punto.
Gilda: El odio es una emoción muy intensa, ¿no lo has notado? Muy intensa. Yo también te odio. De tal modo que… que creo que voy a morir, cariño. Creo que voy a morir de odio.


El apartamento (1960)
[Fran]: No creí que fuera tan estúpida, está visto que nunca aprenderé. Cuando una se enamora de un hombre casado no debería ponerse rímel.

Manhattan (1979)
[Isaac]: Pero estabas muy sexi, ¿sabes? Empapada por la lluvia y… y tuve un impulso loco de tumbarte bajo la superficie lunar y cometer una perversión interestelar contigo.

Cuatro bodas y un funeral (1994)
Charlie: ¿Aceptarías no casarte conmigo y crees que no casarte conmigo podría convertirse para ti en algo que durara el resto de tu vida? ¿quieres?
Carrie: Sí, quiero.

El cartero de Pablo Neruda (1994)
Señora Rosa: Ya basta, hija mía. Cuando un hombre empieza a tocarte con las palabras en seguida llega muy lejos con las manos.
Beatrice: No hay nada de malo en las palabras.
Señora Rosa: Las palabras son la peor cosa que hay en el mundo. Prefiero mil veces que un hombre borracho en el bar te toque el culo con las manos a que alguien te diga «Tu sonrisa vuela como una mariposa».
Beatrice: ¡Se expande como una mariposa!
Señora Rosa: Ríe, vuela, se expande… ¡Me da igual! ¡Pero es que no te das cuenta, hija mía! No tiene más que rozarte con un dedo para que caigas.
Beatrice: Te equivocas, es una persona decente.
Señora Rosa: Cuando se trata de acostarse no hay diferencia entre un poeta, un cura o incluso un comunista.

Princesas (2005)
[Caye]: ¿Sabes qué me jode también? Lo que más de todo… que no te puedan ir a buscar a la salida… A mí es lo que más me gustaría. Trabajar en un despacho de lo que desea, da igual, pero que me vayan a buscar a la salida. ¿te imaginas? Y verle esperando desde la ventana, que sea muy, muy guapo y se mueran todas de envidia. Fíjate, ya sólo decirlo es la hostia: «Ven a buscarme». El amor es eso ¿no? Que te vayan a buscar a la salida… El resto es todo una mierda, ni flores, ni anillos… por mí se pueden meter todo por el culo, pero que te vayan a buscar a la salida…

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Ernesto Alterio y su déjà-vu en la bañera

Lo bueno de ese defecto visual llamado persistencia retiniana -que nos permite crear la ilusión de movimiento entre imágenes fijas pasadas a una determinada velocidad- no es sólo que gracias a ella podemos ver el cine como algo más que una colección de bonitos fotogramas. Y es que, por encima de esa persistencia inmediata debe de quedar una especie de memoria visual adherida a la retina del espectador. Por este motivo, uno crea lazos y conecta no sólo imágenes y secuencias de una misma película, sino que puede crear un «macro-metraje» que conecta nuestro universo de imágenes. A veces, el efecto llega a ser chirriante, hiperbólico y los paralelismos despiertan un tufillo que delata cierta falta de originalidad. En este sentido, cabría preguntarle al actor Ernesto Alterio qué sintió cuando tuvo que interpretar dos escenas similares a través de la piel de dos de sus personajes más dispares, en películas distintas y dirigidas por realizadores diferentes. Lo del déjàvu suena a chiste y el espectador puede verse salpicado de esa confusión temporal cuando compara la secuencia en la bañera de Los dos lados de la cama (Emilio Martínez Lázaro, 2005) con la de Rivales (Fernando Colomo, 2008) que se emitió este domingo en la Primera de TVE.

Aunque Javier, el inmaduro treintañero al que Ernesto Alterio da vida en el musical español, guarda poca relación con el personaje del ambicioso padre que anhela que su primogénito sea un campeón -en el fútbol y en la vida- de la película Rivales, ambos papeles obligaron al actor a poner cara de sorpresa ante el «shock» de pillar infraganti a una pareja en la bañera: En Los dos lados de la cama, su ex novia con la novia de su mejor amigo; y en Rivales, el entrenador del equipo de su hijo con el míster del equipo contrario. Y por mucho que los amantes se empeñan en aguantar la respiración bajo el agua… al final los personajes de Alterio acaban por descubrir todo el cotarro

http://www.youtube-nocookie.com/v/jRkOJORfejg&hl=es_ES&fs=1&rel=0

[En Rivales, la escena aludida, aparece al final del tráiler, 1´58″]

http://www.youtube-nocookie.com/v/18R12QUw-ZE&hl=es_ES&fs=1&rel=0

Desconozco si Fernando Colomer emula conscientemente a Martínez Lázaro, pero en cualquier caso, la escena -siendo el humor un sustantivo que precisa de factor sorpresa- suena repetitiva… Y más aún, protagonizada por el mismo actor, la cosa ya resulta extraña… Y la carcajada se queda en un confuso déjàvu y la sonrisa en una mueca de medio lado. Pero hay que reconocer que, a pesar de los paralelismos de guión, Alterio siempre dignifica su interpretación y sus rocambolescos personajes.

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Mateo Morral, a sangre y fuego

La historia se ha escrito demasiadas veces a sangre y fuego, como el libro de Manuel Chaves Nogales y como el poema de amor de Pablo Neruda. Además, como la poética, y la escritura en general, son dadas a la enagenación interpretativa hoy se me antoja recordar al anarquista Mateo Morral a través de los mencionados versos: «En esta historia sólo yo me muero y moriré de amor porque te quiero, porque te quiero, amor, a sangre y fuego». La diferencia es que en el caso de Mateo Morral no fue el único en fallecer en su fulgurante historia. Por la vereda de un amor tortuoso e irracional hacia sus ideales, su inicial intención de aniquilar a Alfonso XIII acabó con la vida de una treintena de personas (también hubo más de un centenar de heridos) para asombro del monarca, que resultó ileso.
Mateo Morral siempre ha despertado en mí juicios contradictorios y un desorden emocional difícil de combatir, es decir, me convierte en una auténtica anarquista del sentimiento. Hoy lo recuerdo a través de Gavrilo Prinzip, el bosnio proserbio que mató a Francisco Fernando, heredero de la Corona austro-húngara, y que se me presenta como un sucedáneo del anarquista catalán, pero con mayor «éxito» que el primero. Prinzip evidenció las tensiones de una Europa disgregada y avocada a la Primera Guerra Mundial. En similares circunstancias (Alfonso XIII celebraba su boda el 31 de mayo de 1906 cuando Mateo Morral hizo estallar la bomba), Gavrilo Pirnzip asesinó a Francisco Fernando y a su esposa, la Condesa Sofía, el domingo 28 de junio de 1914, cuando los archiduques realizaban una visita a Sarajevo durante el aniversario de su boda. Fue la excusa perfecta para que la postinera Europa de alianzas, como señala el profesor Ramón Villares, comenzara a apagar las luces abriendo paso a la Gran Guerra.
Aunque el bosnio «triunfó» donde Morral no había conseguido éxito, el anarquista catalán «venció» donde Prinzip fue más torpe: una vez apresado Gavrilo quiso suicidarse con cianuro, pero no llegó a cumplir su objetivo. Moriría en la cárcel. Pero Mateo Morral sí alcanzó este objetivo. Aunque antes de quitarse la vida en Torrejón de Ardoz tuvo tiempo de enviar al otro barrio al guardia que le vino a apresar.
Desconozco los motivos de este suicidio. Quizás la muerte asolaba su sesera anarquista (habían sido demasiadas las vidas perdidas por nada). Quizás fue la reacción instintiva de un culpable acorralado. O quizás le asfixiaba la frustración, el reconocimiento de la propia imbecilidad, que siempre es dolorosa. En cualquier caso, como todo acto irracional, siempre provoca cambios aunque se salgan por la tangente de las primeras intenciones. Mateo Morral inauguraría con su atentado fallido una nueva etapa, si bien no en la Historia de España, sí en lo que concierne al periodismo que se venía haciendo por entonces. Como señala Manuel Martín Ferrand: «la publicación de la fotografía de Luís Mesonero Romanos, descrpitva del atentado de Mateo Morral en la boda de Doña Victoria Eugenia de Battenberg con el Rey de España inauguró a escala mundial el gran periodismo gráfico». Más allá de los matices que se puedan añadir a esta sentencia, lo cierto es que el fenómeno del atentado llenó las páginas del ABC con la imagen tomada por Luis Mesonero Romanos, que estaba en el lugar adecuado en el momento justo. Después de que Morral lanzase la bomba desde el edificio en el que se ubica la popular Casa Ciriaco madrileña, Mesonero tomó la instantánea y se la vendió al periódico en exclusiva, por unas 300 pesetas (el ejemplar de ABC costaba por entonces unos 5 céntimos).

El precipitado devenir de Mateo Morral fue seguido con minuciosidad por la prensa. Blanco y Negro, a fecha de 6 de junio de 1906, se permitía incluso hacer reconstrucciones de los trágicos sucesos acaecidos en Torrejón, donde, antes de suicidarse, Morral mató al guarda que lo fue a detener. La edición incluye cinco fotografías ilustrativas: la de la pensión donde se hospedó, la del ventero que reconoció a Mateo Morral, la de la dueña del restaurante donde comió y las dos que emulaban la posición de los cadáveres del guarda y el anarquista. Un curioso formato, este de la reconstrucción, que recuerda demasiado al que popularizaría en los 90 Paco Lobatón en el programa ¿Quién sabe dónde?
El mismo día de esta publicación, ABC realizaba una comparativa al estilo de Lombroso sobre el sorprendente parecido físico entre Morral y Angiolillo, el asesino de Cánovas. Si por entonces se hubiese llevado eso de las operaciones estéticas, más de uno hubiese tirado de bisturí para evitar problemas con la justicia…
En definitiva, lejos del amarillismo de aquel suceso, sólo el humor resta importancia a la sangre y al fuego. Sólo el humor puede descongestionar la pena. Más allá de lo que podamos husmear en las hemerotecas, la mejor imagen que tengo de Mateo Morral y la mejor crónica de su espíritu fracasado es precisamente una secuencia de la película Libertarias, en la que una esotérica Victoria Abril es poseída por el fantasma de Mateo Morral, que dará a sus colegas anarquistas una estrategia para conquistar el frente zaragozano y, de paso, se burlará de sus torpes hazañas, y de que descuiden Barcelona mientras discuten si España vive una guerra o una revolución (acceder al minuto 4, 28). Si es cuestión de reírnos de nuestra propia historia, creo que se trata de un fragmento muy efectivo. Y si de curiosidades se trata, el estudio sobre toponimia madrileña realizado por Luis Miguel Aparisi reveló que la popular Calle Mayor de Madrid, donde se pepetró el atentado, fue renombrada Calle de Mateo Morral durante la Guerra Civil. También entre 1936 y 1939, otra calle del distrito Centro, la actual San Cristóbal, se llamó travesía de Mateo Morral. Al menos, en cuestión de películas, páginas de periódicos y calles con su nombre, el anarquista catalán puede presumir de haberse convertido en el símbolo de la frustración de toda una estirpe de pensadores.

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