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Un siglo con Virginia Woolf: 9 claves de la escritora en 9 extractos de su primera novela

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La novela, que originariamente pensó titular «Melymbrosia», narra el viaje de iniciación de Rachel Vinrace

Si hay algo que diferencia a los genios literarios de los banales plumillas es probablemente eso que muchos han venido a catalogar como talento: una especie de entelequia que resulta ser más un fin, una capacidad a desarrollar, que una cualidad conquistada. Para la gran mayoría de los escritores esta virtud –o esta promesa, según se mire– resulta determinante y explica la evolución que sufren desde sus a menudo pazguatas o bienintencionadas primeras publicaciones hasta su consolidación literaria. Pero en el caso de los genios, el talento parece un atributo vacuo y totalmente insustancial porque su maestría deslumbra ya desde sus primera obras. En este sentido, pocos ejemplos son tan representativos como el de Fin de viaje (The Voyage Out), la primera novela de Virginia Woolf, que ahora celebra su centenario, y en la que la escritora inglesa está presente en toda su inmensidad y plenitud. Feminismo, ironía, insatisfacción vital, descubrimiento… Podría decirse que es una obra embrionaria, no porque esté aún por desarrollar, sino porque en ella se puede apreciar la concepción literaria de la célebre escritora inglesa, tanto sus claves narrativas (el estilo, la sátira, la crítica social y hasta la aparición de Clarissa Dalloway, que se convertirá años más tarde en la protagonista de la laureada La señora Dalloway) como biográficas, incluida la nota de suicidio que dejaría en 1941 a su marido. En esta primera novela se entiende ya por qué después de un siglo seguimos embarcados en el viaje literario de Virginia Woolf.

1. Travelling literario

«Son tan estrechas las calles que van del Strand al Embankment que no es conveniente que las parejas paseen por ellas cogidas del brazo. Haciéndolo, exponen a los empleadillos de tres al cuarto a meterse en los charcos, en su afán por adelantarles, o a recibir ellos un empujón u oír alguna frase, no siempre muy gramatical, de boca de las oficinistas en su apresurado camino.

En las calles de Londres, la belleza pasa desapercibida, pero la excentricidad paga un elevado tributo. Es preferible que la estatura, porte y físico sean normales, con tendencia a lo vulgar; y en cuanto a la indumentaria, conviene que no llame la atención bajo ningún concepto»

El arranque de Fin de viaje, recogido en estas líneas, es característico de la autora británica: su precisión descriptiva ubica al lector en la trama con la misma naturalidad en la que los secundarios y extras se mueven en la escena. Ensaya un tipo de narrativa que podría equipararse a la que se desarrollaría en paralelo en el cine: las palabras conducen al lector en una especie de «travelling» literario, y, a menudo, pasa del plano general al detalle para retratar en la anécdota, y con increíble exactitud, un momento puntual que plasma, a su vez, toda una época.

2. Ironía contra el «establishment»

«Las personas corrientes poseían tan poca emoción en sus vidas íntimas, que el rastro de ellas en las de los demás las atraía como el rastro de la sangre a los sabuesos»

El clasismo, las apariencias, el vacío existencial, la petulancia, los frígidos y afectados modos de la alta sociedad inglesa de principios de siglo son objetivo de la sátira de Woolf, un universo elitista que la autora disfruta desordenando mediante impulsos primarios. Entre el frufrú de las sedas y los estirados caballeros guarecidos bajo la seguridad del traje, el todo es posible inunda la escena y genera en el lector la ansiedad de esa cálida calma que precede a las tormentas. Envidias, reflexiones, sentimientos inconfesables sobrecargan la atmósfera hasta quebrarse con un beso improbable que sorprende los labios de los protagonistas o con un gesto de los cuerpos, dispuestos a admitir lo que las palabras se niegan a confesar. «El esqueleto de la sociedad se mostraba, impúdicamente, envuelto en una lluvia menuda, incesante y deprimente”, escribe Woolf, que se niega a obviar las contradicciones de esa sociedad eduardiana que creía haber dejado atrás los complejos victorianos, pero que indudablemente arrastraba todos sus prejuicios, todo aquel conservadurismo y el chovinismo más ridículo.

3. La familia

«Para Rachel todo lo que hacía su padre era perfecto. Partía de la idea de que la vida del ser querido es mucho más importante que la de los demás y, por lo tanto, carecía por completo de sentido compararla con la suya»

Aunque no se puede tachar a Virginia Woolf de ser una escritora que haya contaminado sus obras con una excesiva carga autobiográfica, sus experiencias vitales sí influyen en los personajes, permitiendo que se establezca algún que otro paralelismo entre ellos y la autora. En Fin de viaje, las alusiones a la familia, especialmente la admiración que Rachel siente por su padre –y que es comparable a la que Virginia sentía por su progenitor, Leslie Stephen– y la convivencia entre la prole son, sin duda, construidos sobre los recuerdos de infancia. Rachel Vinrace, protagonista de la historia, es hija única y «desconocía las burlas y picardías propias de la convivencia entre hermanos». Por eso no falta quien le recuerde que «no hay nada comparable a pertenecer a una familia numerosa. Encuentro sobre todo que tener hermanas es delicioso». Y es que, a pesar del turbio episodio de abusos sexuales que habría sufrido por uno de sus hermanos, Woolf defiende la familia como la mejor preparación y entrenamiento para la vida más allá del confort hogareño. Su hermana, Vanessa Bell, fue, además, uno de sus bastiones.

Leslie Stephen y Virginia

Leslie Stephen y Virginia

4. Compromiso (más allá de la estética)

«Cuando me encuentro entre artistas –dijo Clarissa–, siento intensamente los goces que reporta el crearse un mundo propio y vivir encasillado en él… pero en cuanto salgo a la calle y tropiezo con una criatura con cara de hambre y miseria, reacciono y comprendo que no es humano vivir ausente de la realidad»

Resulta curioso cómo La señora Dalloway, obra que no publicaría hasta 1925 –diez años más tarde–, ya aparece perfectamente definida en esta novela –incluso su pasión por las flores, que constituirían el célebre arranque de ese texto que aún no había escrito–, a pesar de que sólo es una secundaria en el viaje de iniciación de la protagonista de Fin de viaje. Es también Clarissa a través de quien Woolf deja filtrar una de sus intencionalidades literarias, que va mucho más allá de la estética y de la alteración de la construcción narrativa: habla del compromiso intelectual, que el autor no puede escribir desde su atalaya artística, ha de tener un trasfondo social, un afán de crítica que ella vehicula muchas veces a través de la ironía.

5. La reivindicación de una habitación propia

«Estamos a comienzos del siglo XX y hasta hace pocos años ninguna mujer se atrevía a salir sola y así ha sido durante miles de años. Una vida silenciosa, retraída, sin representación social. Hay mucho escrito sobre las mujeres, burlándose o adorándolas… pero rara vez estos escritos emanan de ellas. Creo que los hombres no las conocemos en lo más mínimo. Ignoramos cómo viven, qué sienten y cuáles son sus ocupaciones. La única confidencia que de ellas conseguimos los hombres son amores. Pero de las vidas íntimas de las solteras, de la mujer que trabaja o educa y cuida a la infancia (…), de ésas no conocemos absolutamente nada. Guardan sus sentiminetos íntimos cuando tratan con nosotros»

Sus aspiraciones feministas y sus reflexiones de género quedan perfectamente retratadas en esta obra. Aunque muchas veces utiliza la ironía para hablar de las costumbres «inveteradas» propias del sexo femenino y de los temores que despertaban las aspiraciones sufragistas («¡Preferiría verme enterrado antes de que una mujer tuviese derecho a votar en Inglaterra!», exclama uno de los personajes), también hace pronunciar a sus protagonistas discursos claros y directos («Hombres y mujeres deberían ser iguales y eso es lo que más me desalienta») entre los cuales se encuentra la reivindicación de Rachel Vinrace de esa habitación propia, de ese espacio exclusivo que Woolf defendería años más tarde en el célebre ensayo homónimo, A Room of One’s Own (1929): «Entre las promesas que Helen había hecho a su sobrina, figuraba la de que tendría una habitación para ella, independiente del resto de la casa, un cuarto donde poder tocar música, leer, meditar, desafiar al mundo, una habitación que podía convertir en cuartel y santuario a la vez». En Fin de viaje hay, además, una clara intención de defender la educación de la mujer para alcanzar las mismas oportunidades que los hombres y una necesidad de denunciar que incluso las más intelectuales se someten y alienan al poder masculino: «El respeto que las mujeres, incluso las mujeres cultas, sienten hacia el hombre –continuó–, creo que obedece a una especie de dominio que nosotros poseemos sobre ellas semejante al que decimos poseer sobre los caballos.»

Manifestación de sufragistas a principios del XX

Manifestación de sufragistas a principios del siglo XX

6. Renovación literaria

«Quisiera escribir algo sobre los sentimientos íntimos que no se expresan, sobre lo que la gente siente y no dice. Pero las dificultades son inmensas. (….). Quiero sacar a relucir el fondo de la sociedad, sus inomoralidades, mostrar mi héore en distintos centros y circunstancias (…). En literatura la dificultad no consiste en concebir incidentes sino en darles forma»

Los rasgos autobiográficos en Fin de viaje fluctúan entre las aspiraciones literarias de Terence Hewet y la perspectiva existencial de Rachel Vinrace, en esa confusa bisexualidad sobre la que Woolf se eleva y en la que parece definirse con mayor precisión. Él, promesa de las letras, le vale para hablar de sus intenciones de renovación narrativa, que expresa en aspectos como la perspectiva múltiple que ofrece al lector y que se concreta en la forma en la que hace que sus personajes cambien dependiendo de los ojos que los miren: a veces sublimes, otras miserables, la autora británica los enriquece y les otorga profundidad en la confrontación descriptiva del resto de protagonistas de la escena.

Virginia y su marido Leonard se casaron en 1912

Virginia y su marido Leonard se casaron en 1912

7. Amor: el compañerismo y la disolución de género

«Tal vez en un lejano futuro, cuando generaciones de hombres se hayan combatido y engañado como nos engañamos y combatimos nosotros, las mujeres lleguen a ser, en lugar de lo que ahora parece constituir la razón de su existencia, no la enemiga y el parásito del hombre, sino su verdadera amiga y compañera»

Este tipo de reflexiones, que a menudo delega a sus personajes masculinos (no hay que olvidar que, sin el apoyo de la otra mitad de la población, la igualdad se convertiría en una utopía) dejan entrever también cuál era su perspectiva sobre las relaciones y sobre el tipo de hombre que resultaba atractivo a sus heroínas, quienes, por descontado, son la antítesis de las románticas flaubertianas: el amor, lejos de ser un delirio, es un sentimiento confuso sobre el que aplican su espíritu analítico, al que desmiembran hasta encontrar su materia oscura, la fibra más sensible, dolorosa y puede que, incluso, autodestructiva.

Importante es señalar también que Terence Hewet, el caballero que enamora a la protagonista de Fin de viaje, es, como así lo describe, un tanto afeminado, al igual que los maridos de otras damas inglesas con las que se topa en el camino. «Es un hombre, pero sus sentimientos son tan delicados como los de una mujer –sus ojos estaban fijos en su esposo, que apoyado en la baranda seguía hablando–. No creas que digo esto porque soy su esposa, al contrario, veo sus defectos con más claridad que los de otros. El mayor mérito, el más apreciable de la persona con quien vivimos, es que sepa mantenerse en el pedestal que le coloca nuestro amor». Woolf critica, asimismo, el matrimonio como salvación de los «males» de los solteros (la excentricidad y la melancolía, entre los que se cita en la novela) y lo confronta al amor: «Te adoro, pero me repele el matrimonio. Su presunción, su seguridad, su compromiso…», llega a asegurar Hewet. El matrimonio es, asimismo, como reflejan varias de las jóvenes de la novela, una especie de evolución natural entre las féminas: del núcleo familiar a los brazos del hombre. Es la consecución de la madurez femenina, la culminación de  la transformación de la niña a mujer y por la que, según algunos expertos, se precipita el final abrupto de la obra: Ernest Dempesey cita la muerte como la salvación de Rachel Vinrace, como el triunfo del feminismo.

8. La felicidad tiene también un pero

«Él nunca había sido feliz. Veía con demasiada claridad los pequeños vicios, engaños y taras de la vida y percibiéndolos, le parecía lógico tomarlas en cuenta»

La felicidad es siempre momentánea, no resulta un sentimiento sólido, sino más bien aparente e inestable. Woolf acostumbra a buscar en la alegría un reverso inquietante, ese pero que contiene, incluso, la incontenible dicha del primer amor: «No habrían ido muy lejos, antes de que mutuamente se jurasen amor eterno, felicidad y alegría, pero… ¿por qué era tan doloroso quererse? ¿Por qué había tanto dolor en la felicidad?».

Hay cierta decadencia en los personajes, la felicidad inmensa es también frágil y cruel y queda supeditada a la voluntad de la persona amada, lo que constituye toda una crueldad: «Se daba cuenta, con una rara mezcla de placer y fastidio, de que por primera vez en su vida dependía de otra persona y de que su felicidad estaba en su poder».

9. El preludio de una nota de suicidio

«Inconscientemente, en voz baja, o con el pensamiento tan sólo, se dijo: ‘Nunca han sido tan felices dos personas como lo fuimos nosotros. Nadie se ha amado tanto como nos amamos nosotros’. Pensó en las palabras y las pronunció: Ningunas otras personas han tenido nunca el mismo goce que nosotros. Nadie se quiso nunca como tú y yo nos quisimos»

Entre los reveladores extractos de Fin de viaje aparece también este fragmento en el que se recoge la frase que Virginia Woolf le dejaría escrita a su esposo aquel jueves 28 de marzo de 1941 en el que decidió quitarse la vida arrojándose al río Ouse con los bolsillos llenos de piedras. De su marido Leonard también se despediría con una frase similar a la que en esta novela pronuncia Terence Hewet, recogida en el encabezado: «Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que hemos sido tú y yo». Esa cruel afirmación que revela, como Fernando Savater aseguraba en Figuraciones mías, que ni siquiera la felicidad basta.   

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¿Era frígido Buster Keaton?

«Buster ama mal, su expresión afectiva se ha quedado inválida. Con movimientos toscos se acerca hacia mí como un boxeador de peso pluma que ha perdido su capacidad de coordinación. Las manos que se mueven por mi espalda son las de un huérfano embutido al vacío que en las horas de claridad de la madrugada me penetra como si estuviera alienado.
Pero válgame Dios, ¡lo que te hace sentir! Su zanahoria parece estar hecha a medida para mi rallador, la lluvia ha preparado un lugar húmedo y mullido para su rábano. Tengo que agarrarme a la mesa cuando lo recuerdo.» 

Éstas son las declaraciones de Daryl Valley-Keaton, la mujer de Buster Keaton. O, mejor dicho, éstas son las intimidades que el escritor finlandés Kari Hotakainen supone confesando a esta imaginada esposa de Keaton que, en realidad, no es Natalie Talmadge, ni Mae Scriven, ni Eleanor Norris, las únicas tres mujeres que consiguieron que el legendario actor de cine mudo pasase por la vicaría. Pero lo cierto es que en el libro Buster Keaton: Vida y obra (Meettok, 2009), al contrario de lo que parece sugerir su título, los aspectos biográficos son lo que menos importa. Aquí se trata de fabular sobre la realidad, arrastrando al lector en un juego de rocambolescas metáforas y reflexiones puestas en boca del actor y de todo un elenco de secundarios que abalan lo inverosímil: Porque ¿qué diría Buster Keaton si tuviese voz en nuestros días? ¿Y qué dirían de él sus padres, su hijo, el portero del edificio donde se crió, o el mismísimo Clint Eastwood?
Aunque muchos sostendrán que no es la primera intromisión de Buster Keaton en nuestros días (veáse que se cuentan por decenas las personas que creen ver en el jugador del Real Madrid, Mesut Özil, un trasunto del impasible intérprete de «El maquinista de la general»), Hotakainen ya fabulaba con esta idea en 1991, cuando consiguió publicar su libro en Finlandia. Así pues, la novela se convierte en una original y monstruosa alegoría en la que, en realidad, hablar de Buster Keaton o de Charles Chaplin resulta indiferente porque lo importante es la filosofía de vida que despierta el personaje y con la que el autor elucubra: «Se aferran a mí porque yo no me aferro a nada», comenta Hotakainen en el prólogo que el Buster que tiene en su cabeza hubiese escrito. En realidad, el libro podría resumirse en una concatenación poética de elementos pseudobiográficos en los que, intentando describir el «yo» íntimo de Buster, de ese rostro hermético que conquistó a generaciones, se llega a tocar con certeza la intimidad del lector. «En mis momentos oscuros soy mister nobody, un don nadie, el sillón violeta de un hotel gris, resistente pero preso de su carácter concienzudo, y por lo tanto insulso.»
Toscas, obscenas, novedosas o, simplemente, bellas, las asociaciones de ideas que dibuja Hotakainen poseen una capacidad de fascinación que no está al alcance de cualquier escritor. «[Buster] No se mete en tu vida como si fuera una excavadora, sino que se desliza en el buzón, como si fuera un anuncio. Por la mañana encuentras en el suelo de tu vestíbulo unos zapatos puntiagudos de la talla 43, y desde la cocina se escucha una voz que pregunta: ‘¿Dónde guardáis los filtros del café?'» Con escenas cotidianas, que elevan los objetos a la categoría de reliquias metafísicas, el autor encuentra en la trivialidad y la rutina una forma de conducir el lenguaje a un desternillante y caótico universo en el que todo parece sacudirte e invitarte a despertar. «El amor no se ve tampoco en la vida real, está en la frase subordinada, en el bajo de la falda, en el dobladillo del pantalón. Se ve mejor cuando no está.«
Eso sí, en determinadas partes del libro, el humor ácido e hiriente corre el riesgo de no funcionar llegando a convertir el libro en un juego de buenas intenciones en el que la empatía desaparece al tiempo que personajes como Arnold Schwarzenegger, Chaplin o Clint Eastwood se pasean por la trama sin demasiada gracia.
Planteada como un híbrido entre el relato documental, la autobiografía y la sucesión de testimonios, en general, la novela tiene un gran poder evocador y constituye una acertada radiografía del patetismo humano y de esa grandiosa comicidad que oculta y que, parece, sólo es perceptible por el ojo ajeno:

«Lo ameno tiene que ocurrirle al otro, uno mismo no lo notaría. Es mejor que el portero resulte cómico a quince metros de distancia, uno no puede distinguir lo ameno en si mismo, ya que no se está ni siquiera a un centímetro de distancia de uno mismo. Por eso hay que desarrollar una habilidad especial para poder verse desde lejos. Inténtalo por todos los medios, abandónate en una esquina de la calle, después vete al bar más cercano y obsérvate desde allí: ¿ves ya cómo andas, lo ridículo que resulta tu sombrero, lo embarazoso que te sientes, como esperando que alguien te atropelle, se case contigo o te venda un inmueble?»

Con todo, se entiende porqué Kari Hotakainen (quien, por cierto, sufrió un aparatoso accidente de tráfico el pasado mes de marzo) se ha convertido en una de las voces más singulares y reputadas del panorama literario finlandés consiguiendo cultivar con éxito diferentes géneros (poesía, teatro, novela e, incluso, guión). En su estilo se percibe una inalterable la virtud poética y una conmovedora imaginación capaz de inocular en el lector un sinuoso universo en el que la sonrisa vaga entre la fábula y la tragicomedia. 
Kari Hotakainen (fuente: iltalehti.fi)


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Suite francesa: la obra (y la vida) inacabada de Irène Némirovsky

“Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y a las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo.”

Un título anodino y una autora con excesivas consonantes en su apellido podrían dinamitar nuestro ánimo lector perdiendo la oportunidad de saborear una historia que, dentro y fuera de sus páginas, resulta tan aterradora como fascinante. Suite francesa, de Irène Némirovsky (editorial Salamandra, colección X Aniversario), es una de esos libros capaces de devolver al lector la fe en la literatura. Aunque como género se podría enmarcar dentro de esa vasta narrativa bélica, no mentiríamos al afirmar que esta etiqueta desmerece muchas de las virtudes de la obra y de su creadora. Suite francesa pertenece a esa extraña estirpe de libros mutilados e inacabados, que podrían permanecer suspendidos en un perpetuo punto y seguido sino se entiendese que su final es, ni más ni menos, que la trágica muerte de su autora. Por eso cabría aclarar aquí unas breves notas biográficas sobre Némirovsky: judía de origen ucraniano (nacida en Kiev), se convirtió “in extremis” al catolicismo junto a sus hijas, en 1939. Pero, ni siquiera su nueva condición lograría hacer desaparecer su doble estigma: el de ser una extranjera en Francia de orígenes hebreos. Tampoco el prestigio del que gozaba como autora –prestigio que alcanzó desde su primera novela: David Golden-, ni los incansables intentos de su marido por conseguir su liberación, lograrían evitar que el 17 de agosto de 1942 falleciese en el campo de concentración de Auschwitz. De hecho, tan atractivos como su novela son los elementos narrativos que envuelven su biografía y que constituyen en sí mismos, con sus diferentes pasajes y personajes, una tragedia lenta y perversa: la desesperación creciente de un marido que, tras escribir decenas de cartas de auxilio para su esposa, propone sustituirla en el campo de concentración (hecho que lo llevaría a la muerte); la constante persecución que se emprende hacia las dos hijas del matrimonio, Elizabeth y Denise; la muerte de la madre de Irène (cómoda, confortable, sin haber demostrado un ápice de ternura o amor hacia su hija y tras negar el auxilio a sus nietas) que pasaba ¿a mejor vida? atesorando en su caja fuerte su única fortuna: dos obras de su hija Irène. Y, en medio de toda esta rocambolesca concatenación, una maleta que portan las dos hijas de la autora, en la que se encuentra el último manuscrito de su madre: Suite francesa.
Sólo hay que echar un vistazo al cuaderno original (de letra mínima y apretada, de arquitectura firme y clara) para entender la pulcritud con la que esta obra nació y todavía sigue viva. Es el reflejo del estilo Némirovsky: una literatura purificada, libre de artificios estériles, en la que la crueldad humana se sirve sin adornos y se digiere sin protectores de estómago. Aunque la escritora soñaba con una novela de 1.000 páginas, compuesta como una sinfonía de cinco partes, desgraciadamente, sólo han llegado hasta nuestros días dos de ellas: «Tempestad en junio» y «Dolce», que hipnotizan como la flauta de Svengali y esconden bajo su letra el estruendo sordo del desaliento.
La primera parte de la obra, “Tempestad en junio”, hilvana con maestría diferentes personajes y situaciones del desalojo de París ante la amenaza invasora. El acierto de esta sección es que no se compone de descripciones de una marea humana uniforme que huye hacia ningún lugar, en ella hay nombres propios, historias concretas, en las que se aprecian las clases, las diferencias. Y nos envuelve la fascinación de descubrir cómo la guerra sumerge al rico en la incredulidad de saber que el dinero es inútil cuando ya no queda nada ni nadie a quién comprar, cómo el poder y las influencias son títulos baldíos si las puertas están tapiadas y los caminos minados; o cómo la pobreza puede conducir a la miseria cuando uno se agarra a la desesperación para justificar la atrocidad. Rabia, dolor, ausencias, recuerdos, bajas, miedos, pérdidas… y el nauseabundo preludio de la muerte flotando sobre las cabezas, como una nube gris que surca el cielo esperando el momento oportuno en el que vomitar el agua que esconde en su vientre empachado:

“Vieron los primeros muertos: dos hombres y una mujer. Tenían el cuerpo destrozado, pero, curiosamente, los tres rostros estaban intactos, unos rostros normales y tristes, con una expresión asombrada, concentrada y estúpida, como si trataran en vano de poder comprender lo que les ocurría; unos rostros, Dios mío, tan poco hechos para una muerte bélica, tan poco hechos para cualquier muerte.”

La jugosa forma en la que la autora ofrece al lector los diferentes prismas desde los que se puede contemplar la guerra sigue presente en “Dolce”, segunda parte del libro, en la que se narra, ya de forma novelada y no como retazos de guerra, la convivencia del pueblo con los alemanes durante el asedio. Aquí irrumpe la delación, el orgullo herido que alimenta la hipocresía de quienes deben repudiar en público lo que en su fuero interno admiran e incluso desean.

“Felices o desgraciados, los acontecimientos extraordinarios no cambian el alma de un hombre, sino que la precisan, como un golpe de viento que se lleva las hojas muertas y deja al desnudo la forma de un árbol, sacan a la luz lo que permanecía en la oscuridad y empujan el espíritu en la dirección en la que seguirá creciendo.”

Némirovsky es intuitiva, aguda, ácida, y profunda, y podemos apreciar y disfrutar con ella de una narrativa en la que los personajes se definen por sus acciones y por la minuciosidad y cuidado con el que nos presenta sus más íntimas, crueles y dolorosas reflexiones. Pero ¿qué es realmente lo más fascinante de Suite francesa? Que como toda buena obra goza de la virtud de la perpetua vigencia. Enmarcada en un momento histórico tan delimitado como la Segunda Guerra Mundial, es capaz de de resquebrajar la piel de la Historia para hablar también de nuestros días, de la desesperación y del desconsuelo que, lo sabemos ya, no es una patología propia de la generación de entreguerras sino el mal endémico de una juventud que crece asediada por ese perpetuo belicismo y que adquiere en su madurez la conciencia de que ni su esfuerzo, ni la violencia tácita a la que se les somete en la competición, garantizan la supervivencia o el éxito de los mejores.

-¿Es de París? ¿En qué trabaja? ¿Es obrero? ¡Quia! No hay más que verle las manos. Es empleado, o puede que funcionario…

-Estudiante
-¿Ah, estudia? ¿Para qué?

-Pues… -murmuró Jean-Marie, y se quedó pensando-. Yo también me lo pregunto.

Era gracioso… Sus compañeros y él habían trabajado y aprobado exámenes, conseguido títulos, cuando sabían perfectamente que era inútil, que había guerra… Su futuro estaba escrito de antemano, su carrera estaba decidida en los cielos.

Que estos pasajes costumbristas que construyen Suite francesa parezcan estar en perpetua actualidad se debe al esfuerzo de una autora que, como ella misma confiesa en sus diarios, quería escribir para las futuras generaciones:

[fragmento del diario de Irène Némirovsky del 2 de junio de 1942]: no olvidar nunca que la guerra acabará y que toda la parte histórica palidecerá. Tratar de introducir el máximo de cosas, de debates… que puedan interesar a la gente en 1952 o 2052.

Es decir que, como la propia escritora percibe, los hechos políticos, el contexto, acabarán pasando a un segundo plano, porque lo que trascenderán son las historias, los motivos, las razones que movían a cada ser humano que vivió y sufrió -o, incluso, gozó- la guerra y el Holocausto. Esa humanidad compleja que subyace, para construir y destruir, y que está presente ahora como lo estuvo hace un siglo y como lo estará dentro de cien años.
Para regocijo de nuestro espíritu morboso, al final del libro se incluyen algunas anotaciones del diario de la autora (en el que elucubra sobre los posibles finales y relaciones que afectarán a los personajes), sus dos últimas cartas y las frustrantes epístolas de su marido, Michel Epstein, suplicando la liberación de su esposa sin saber que ya estaba muerta. Ése es el verdadero final de esta historia, el enmudecimiento prematuro de unos personajes inacabados, que vivirán por siempre encerrados bajo el candado de esa suite francesa que sólo conocimos a medias.

[última carta de Irène a su marido, escrita a lápiz, en julio de 1942]: Mi querido amor, mis adoradas pequeñas, creo que nos vamos hoy. Valor y esperanza. Que Dios os ayude a todos.

Irène junto a su marido, Michel Epstein.

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El tiempo deshilado

Hay momentos en los que uno prefiere la seducción al amor. Es más sencilla, reconforta de forma inmediata y sólo hay que abandonar los sentidos al placer de la mentira. No requiere de grandes esfuerzos y, una vez que se acepta el placer del engaño, el alma puede flirtear con la felicidad sin desgastarse demasiado. Puede ser un juego limpio, coqueto y divertido, si las partes conocen la regla fundamental: impedir que la ilusión lo transforme en una apuesta perpetua en la que dejarnos el corazón. He aquí el problema: por mucho que esta Trilby ensaye posturas descocadas, siempre se afana en hacer eterno y profundo lo que es bueno, precisamente, por ser fugaz y superficial. Por eso soy tan cautelosa con los bestsellers: son encantadores de serpientes, seductores de postín que, bajo un buen título, te atrapan sin que sepas muy bien a qué lugar te conducen. Esto fue lo que me ocurrió con «El tiempo entre costuras» (Temas de hoy, 2009) ese librito de 600 páginas que me llamaba con su canto de sirena desde la estantería, desde las librerías, desde las manos de cualquier transeúnte… y caí en sus redes.

Nuestra relación empezó, como muchas, con un tonteo pomposo y edulcorado, pero al final yo quería enamorarme. Realmente es una novela atractiva, con un arranque prometedor: «Una máquina de escribir reventó mi destino» . Es tan hermoso como humano eso de etiquetar la memoria con experiencias banales. Todo parte de un absurdo o, al menos, así queremos creerlo en el recuerdo. Con todo, en conjunto, la historia es trepidante, pero me da la sensación de que el tiempo se retiene en la quietud de muchos pasajes y no en el trabajo de una costurera. Y eso que la protagonista, Sira Quiroga, es un auténtico bombón literario. Lo que se estanca es la tensión narrativa y uno sigue leyendo más por un compromiso con el personaje que por la seducción que despierta la prosa de María Dueñas. Peca de excesiva cautela, quizás muestra demasiado respeto a su historia y se siente intimidada por la fuerza de sus protagonistas. No obstante, sí hay que reconocer que en este aspecto es una novela progresiva. A lo largo de las páginas la narración y la forma en que Dueñas la traslada a la mente del lector ganan en fuerza, porque la autora consigue perder el miedo a eclipsar la historia y esto permite que su forma de escribir embellezca a Sira y aporte un valor añadido a su periplo vital. Podría decirse que el final redime la obra porque al fin consigue crear adicción, no sólo por lo que cuenta, sino también por cómo lo describe. Después de 69 capítulos, logra sentirse cómoda.

A pesar de estos comentarios menos agradecidos, es cierto que el éxito de esta novela se puede explicar por muchas y muy buenas razones: personajes con fuerza, carácter cosmopolita, reconstrucción de la memoria a través de las voces anónimas y el romanticismo que envuelve al mundo de los espías (y que sigue funcionando y rentando, que se lo cuenten si no a la condesa de Romanones). Asimismo, nada desdeñable es la evolución perpetua y la capacidad de superación en los protagonistas. Al fin y al cabo, todos necesitamos creer en la renovación, en que el cambio es posible a cualquier edad y en cualquier circunstancia. Y Dueñas convierte en verosímil esta cualidad, a pesar de que sólo esté al alcance de unos pocos. Asimismo, la narración de los ambientes es fabulosa. Cada taller de costura, cada calle de Tánger, Tetuán, Lisboa o Madrid no sólo parecen envolvernos, sino que también nos integran dentro de sus decorados. En este sentido, es un libro que garantiza un viaje cargado de exotismo, así como una trepidante huida a otra época, en la que el traqueteo de unos tacones juegan a ocultar la inseguridad de una mujer abandonada en la soledad. Como los trajes que arma Sira Quiroga, María Dueñas cose una historia de apariencia impecable y estilosa, a pesar de que un pequeño hilo descuelgue de la bastilla, recordándonos que antes de que te enamores hasta los tuétanos, la seducción inventa sus propias vías de escape.

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Ecos de Rosa Montero en "Te trataré como a una reina"

Lo único reprochable a los primeros pasos literarios es que suelen translucir demasiadas vergüenzas al comprobar que, sobre el texto, persiste la intención de buscar una voz propia. Probablemente este sea el caso de Te trataré como a una reina (1983), la tercera novela de la escritora Rosa Montero -precedida por La función Delta y Crónica del desamor, ambas publicadas en 1979-, en la que la autora rastrea y experimenta con un estilo que, sin duda, desarrollará con mayor atino en novelas posteriores culminando en Historia del rey Transparente (2005) -bajo mi punto de vista, su mejor novela de ficción, en forma y contenido-.

Y es que Te trataré como a una reina es de esas narraciones tan temporales, que uno no puede leer de igual modo en el contexto de 1983 que en el actual. El mundo marginal que retrata, con un estilo narrativo inclinado hacia la novela negra, adolece de un vínculo muy estrecho con la generación que narra. Coqueteos esporádicos y tentativas de amor que buscan salvar amplias diferencias de edad cubren numerosas páginas de una sexualidad explícita y cruda, tan descarnada y desnuda como el alma de los protagonistas. Si bien hay que reconocer, el impacto de estas escenas sería mucho mayor para aquellos primeros lectores de los ochenta. No obstante, acertada en este sentido, los personajes huyen de la profundidad sometidos por su experiencia. Antonio -un atractivo y solitario funcionario entrado en la cuarentena cuya mayor aspiración es crear la esencia perfecta- encarna una de las figuras más atractivas y hondas de la narración: envuelto en una frágil seguridad que se nutre de un desmesurado afán de orden, cataloga y describe cada aspecto de su vida con la misma pulcra perfección con la que destila los ingredientes de los perfúmenes que tanto adora.

En Te trataré como a una reina Rosa Montero se permite experimentar y adopta un tono pesimista y decadente que pocas veces acostumbra a acompañar la entusiasta vitalidad de la escritora. Quizás este hecho se justifique por el diálogo que la obra entabla con el género negro norteamericano, alejándose de la sofisticación de los personajes y ambientes de la novela policíaca inglesa. Sin embargo, al margen de estos aspectos, en este libro ya se respira parte del éxito que encumbraría a Rosa Montero en las listas de ventas de nuestro país: un estilo sencillo, prudente, pero inevitablemente eficaz a la hora de describir sentimientos, con seleccionadas metáforas cuya precisión evocan al instante la imagen deseada.
Otro recurso frecuente en la escritora que aparece también en este novela es la fragmentación narrativa, generalmente a través de flashforward que consiguen anticipar manteniendo intriga y espectativas sobre el final de la novela. Una herramienta que empleará con gran dominio en los primeros párrafos de Historia del rey transparente: «Soy mujer y escribo, soy plebeya y sé leer y aunque mis palabras estén siendo devoradas por el Gran Silencio, hoy constituyen mi única arma». Un fagmento que sólo adquirirá sentido pleno inmerso en el desenlace.

Pero más allá de estos escarceos por el terreno de la crítica, Te trataré como a una reina es una obra consumible de principio a fin que si bien no ofrece el mejor trazado de su pluma, contiene el germen de un estilo y las claves que acabarán conformando la narrativa de Rosa Montero: fresca, sin florituras y, ante todo, humana.

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Amores de bolsillo

Envidia produciría a todo el plantel de dioses allá en el Olimpo saber que los mortales han llegado a resumir en una edición de bolsillo el sentimiento que por antonomasia ha alimentado todas sus tramas divinas. Y es que, hasta el más idealista en términos amorosos, admiraría el práctico modo de proceder en estas lides si pudiésemos sacar el amor del bolso cuando a uno le viniese en gana. Eso sí, cantautores y demás miembros del gremio artístico se hundirían sin la más triste inspiración. En cualquier caso, como ya preconizaba en aquella versión de «Caballo viejo» nuestro popular Julio Iglesias, «el amor no tiene horario ni fecha en el calendario», así que sigue y seguirá siendo, mal que nos pese, un sentimiento indomable.
Sin embargo, para los fans del séptimo arte, especialmente aquellos admiradores del género lacrimógeno hollywoodiense, el libro Un amor de cine puede ser el mejor atajo para saciar nuestras ensoñaciones románticas. Portable a la playa, a la montaña, a la piscina y, para los mañosos en eso de envolver, hasta sumergible; la edición de Debolsillo, resume en su pequeño formato algunas de las películas más populares del género que han bailado sobre las pantallas en todo el mundo.
De modo que, aunque este tipo de prácticas son más propias del invierno, el libro permite en pleno estío, darse un buen atracón de romanticismo. Así, el lector puede sustituir la manta y la tarrina de helado tamaño industrial por una toalla engarzada en perlitas de arena y un minúsculo polo que amenace con el deshielo inminente sobre sus manos; mientras derrocha anhelos bovaristas contemplando fotogramas tan emblemáticos como el de la mítica Titanic, acompañados del fragmento más tierno del guión de la película. Desde Anna Karenina (1935) con la inigualable Greta Garbo como protagonista hasta Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008) que cierra la edición, el observador se lanza a un agradable viaje en el que caben «tradicionales clásicos» de la talla de Lo que el viento se llevó (1939) y Casablanca (1942) o «modernos clásicos» que a fuerza de costumbre y reiteración han colmado sueños amorosos por todo el globo: Memorias de África (1985), Dirty Dancing (1987), Cuando Harry encontró a Sally (1989), Cuatro bodas y un funeral (1994) o Los puentes de Madison (1995), entre muchas otras. En total, más de un centenar de películas que, a modo de listado, podrían engrosar cualquier «Manual para el Amor». Es lo que se dice, todo un ejemplo de utilidad y eficiencia.
Para los más escépticos siempre queda la opción nostálgica: recordar la interpretación de los actores y revivir aquellos diálogos que marcaron un referente insuperable -y tan hiperbólico como los ejemplos Disney– en nuestra concepción de las relaciones de pareja. Para todos los demás, sólo resta extraer la belleza narrativa y el ingenio de algunos fragmentos del libro: películas que, con o sin amor, consiguen remover algo en la conciencia cuando el puñetazo de la empatía sacude el vientre del espectador-lector.

Gilda (1946)

Gilda: Tú me odias ¿verdad?

Johnny: No tienes ni idea hasta qué punto.
Gilda: El odio es una emoción muy intensa, ¿no lo has notado? Muy intensa. Yo también te odio. De tal modo que… que creo que voy a morir, cariño. Creo que voy a morir de odio.


El apartamento (1960)
[Fran]: No creí que fuera tan estúpida, está visto que nunca aprenderé. Cuando una se enamora de un hombre casado no debería ponerse rímel.

Manhattan (1979)
[Isaac]: Pero estabas muy sexi, ¿sabes? Empapada por la lluvia y… y tuve un impulso loco de tumbarte bajo la superficie lunar y cometer una perversión interestelar contigo.

Cuatro bodas y un funeral (1994)
Charlie: ¿Aceptarías no casarte conmigo y crees que no casarte conmigo podría convertirse para ti en algo que durara el resto de tu vida? ¿quieres?
Carrie: Sí, quiero.

El cartero de Pablo Neruda (1994)
Señora Rosa: Ya basta, hija mía. Cuando un hombre empieza a tocarte con las palabras en seguida llega muy lejos con las manos.
Beatrice: No hay nada de malo en las palabras.
Señora Rosa: Las palabras son la peor cosa que hay en el mundo. Prefiero mil veces que un hombre borracho en el bar te toque el culo con las manos a que alguien te diga «Tu sonrisa vuela como una mariposa».
Beatrice: ¡Se expande como una mariposa!
Señora Rosa: Ríe, vuela, se expande… ¡Me da igual! ¡Pero es que no te das cuenta, hija mía! No tiene más que rozarte con un dedo para que caigas.
Beatrice: Te equivocas, es una persona decente.
Señora Rosa: Cuando se trata de acostarse no hay diferencia entre un poeta, un cura o incluso un comunista.

Princesas (2005)
[Caye]: ¿Sabes qué me jode también? Lo que más de todo… que no te puedan ir a buscar a la salida… A mí es lo que más me gustaría. Trabajar en un despacho de lo que desea, da igual, pero que me vayan a buscar a la salida. ¿te imaginas? Y verle esperando desde la ventana, que sea muy, muy guapo y se mueran todas de envidia. Fíjate, ya sólo decirlo es la hostia: «Ven a buscarme». El amor es eso ¿no? Que te vayan a buscar a la salida… El resto es todo una mierda, ni flores, ni anillos… por mí se pueden meter todo por el culo, pero que te vayan a buscar a la salida…

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Mateo Morral, a sangre y fuego

La historia se ha escrito demasiadas veces a sangre y fuego, como el libro de Manuel Chaves Nogales y como el poema de amor de Pablo Neruda. Además, como la poética, y la escritura en general, son dadas a la enagenación interpretativa hoy se me antoja recordar al anarquista Mateo Morral a través de los mencionados versos: «En esta historia sólo yo me muero y moriré de amor porque te quiero, porque te quiero, amor, a sangre y fuego». La diferencia es que en el caso de Mateo Morral no fue el único en fallecer en su fulgurante historia. Por la vereda de un amor tortuoso e irracional hacia sus ideales, su inicial intención de aniquilar a Alfonso XIII acabó con la vida de una treintena de personas (también hubo más de un centenar de heridos) para asombro del monarca, que resultó ileso.
Mateo Morral siempre ha despertado en mí juicios contradictorios y un desorden emocional difícil de combatir, es decir, me convierte en una auténtica anarquista del sentimiento. Hoy lo recuerdo a través de Gavrilo Prinzip, el bosnio proserbio que mató a Francisco Fernando, heredero de la Corona austro-húngara, y que se me presenta como un sucedáneo del anarquista catalán, pero con mayor «éxito» que el primero. Prinzip evidenció las tensiones de una Europa disgregada y avocada a la Primera Guerra Mundial. En similares circunstancias (Alfonso XIII celebraba su boda el 31 de mayo de 1906 cuando Mateo Morral hizo estallar la bomba), Gavrilo Pirnzip asesinó a Francisco Fernando y a su esposa, la Condesa Sofía, el domingo 28 de junio de 1914, cuando los archiduques realizaban una visita a Sarajevo durante el aniversario de su boda. Fue la excusa perfecta para que la postinera Europa de alianzas, como señala el profesor Ramón Villares, comenzara a apagar las luces abriendo paso a la Gran Guerra.
Aunque el bosnio «triunfó» donde Morral no había conseguido éxito, el anarquista catalán «venció» donde Prinzip fue más torpe: una vez apresado Gavrilo quiso suicidarse con cianuro, pero no llegó a cumplir su objetivo. Moriría en la cárcel. Pero Mateo Morral sí alcanzó este objetivo. Aunque antes de quitarse la vida en Torrejón de Ardoz tuvo tiempo de enviar al otro barrio al guardia que le vino a apresar.
Desconozco los motivos de este suicidio. Quizás la muerte asolaba su sesera anarquista (habían sido demasiadas las vidas perdidas por nada). Quizás fue la reacción instintiva de un culpable acorralado. O quizás le asfixiaba la frustración, el reconocimiento de la propia imbecilidad, que siempre es dolorosa. En cualquier caso, como todo acto irracional, siempre provoca cambios aunque se salgan por la tangente de las primeras intenciones. Mateo Morral inauguraría con su atentado fallido una nueva etapa, si bien no en la Historia de España, sí en lo que concierne al periodismo que se venía haciendo por entonces. Como señala Manuel Martín Ferrand: «la publicación de la fotografía de Luís Mesonero Romanos, descrpitva del atentado de Mateo Morral en la boda de Doña Victoria Eugenia de Battenberg con el Rey de España inauguró a escala mundial el gran periodismo gráfico». Más allá de los matices que se puedan añadir a esta sentencia, lo cierto es que el fenómeno del atentado llenó las páginas del ABC con la imagen tomada por Luis Mesonero Romanos, que estaba en el lugar adecuado en el momento justo. Después de que Morral lanzase la bomba desde el edificio en el que se ubica la popular Casa Ciriaco madrileña, Mesonero tomó la instantánea y se la vendió al periódico en exclusiva, por unas 300 pesetas (el ejemplar de ABC costaba por entonces unos 5 céntimos).

El precipitado devenir de Mateo Morral fue seguido con minuciosidad por la prensa. Blanco y Negro, a fecha de 6 de junio de 1906, se permitía incluso hacer reconstrucciones de los trágicos sucesos acaecidos en Torrejón, donde, antes de suicidarse, Morral mató al guarda que lo fue a detener. La edición incluye cinco fotografías ilustrativas: la de la pensión donde se hospedó, la del ventero que reconoció a Mateo Morral, la de la dueña del restaurante donde comió y las dos que emulaban la posición de los cadáveres del guarda y el anarquista. Un curioso formato, este de la reconstrucción, que recuerda demasiado al que popularizaría en los 90 Paco Lobatón en el programa ¿Quién sabe dónde?
El mismo día de esta publicación, ABC realizaba una comparativa al estilo de Lombroso sobre el sorprendente parecido físico entre Morral y Angiolillo, el asesino de Cánovas. Si por entonces se hubiese llevado eso de las operaciones estéticas, más de uno hubiese tirado de bisturí para evitar problemas con la justicia…
En definitiva, lejos del amarillismo de aquel suceso, sólo el humor resta importancia a la sangre y al fuego. Sólo el humor puede descongestionar la pena. Más allá de lo que podamos husmear en las hemerotecas, la mejor imagen que tengo de Mateo Morral y la mejor crónica de su espíritu fracasado es precisamente una secuencia de la película Libertarias, en la que una esotérica Victoria Abril es poseída por el fantasma de Mateo Morral, que dará a sus colegas anarquistas una estrategia para conquistar el frente zaragozano y, de paso, se burlará de sus torpes hazañas, y de que descuiden Barcelona mientras discuten si España vive una guerra o una revolución (acceder al minuto 4, 28). Si es cuestión de reírnos de nuestra propia historia, creo que se trata de un fragmento muy efectivo. Y si de curiosidades se trata, el estudio sobre toponimia madrileña realizado por Luis Miguel Aparisi reveló que la popular Calle Mayor de Madrid, donde se pepetró el atentado, fue renombrada Calle de Mateo Morral durante la Guerra Civil. También entre 1936 y 1939, otra calle del distrito Centro, la actual San Cristóbal, se llamó travesía de Mateo Morral. Al menos, en cuestión de películas, páginas de periódicos y calles con su nombre, el anarquista catalán puede presumir de haberse convertido en el símbolo de la frustración de toda una estirpe de pensadores.

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Adiós, donjuán de la fantasía

Todo luto tiene algo perverso alicatado en la oscuridad de la vestimenta. El duelo es más firme cuanto más negros avanzan los días, cuanto más lejano parece aquel ocaso, cuando uno ya ha asimilado una pérdida irremediable y asume, que ninguna espera traerá de vuelta los días de color.
Creo que hasta ayer todavía tenía la esperanza de despertarme, de tomar como un sueño la muerte de Francisco Ayala, guardián literario, guerrero diáfano de letras y tinta. Con él veo que el camino hacia la necrópolis se lleva a un testigo, a un amigo, a una voz, a un donjuán de la fantasía.
Tan sólo hace unos días me hallaba ingenua, lanzando lianas y abriendo puentes entre La deshumanización del arte de Ortega y Gasset y su texto Cazador en el Alba… fascinada por su capacidad, abrumada por un soberbio dominio del lenguaje y la narrativa que lo ha capacitado para triunfar hasta en las áridas tierras de lo experimental. Si España pudo ser testigo de una literatura de vanguardia se debe a nombres como el suyo, como el de Benjamín Jarnés, como el de Antonio Espina o como el de Rosa Chacel… cuyos ecos se antojan tan lejanos que parece increíble que hayamos atesorado tantos años al literario secular. Ayala, el mismo que conoció a Ortega, que simpatizó con Azaña, ése granadino que, a pesar de todo, se definió siempre independiente y cuando hubo de mostrar su compromiso, regresó de Chile para defender su ideal democrático.
Pertenecía a esa esfera de deslumbrantes ilustres, a ese escaparate selecto en el que los grandes pensadores de otra época hicieron de su inelectualidad un compromiso social. Y en lugar de desdecender de su torre de marfil, prefirieron intentar elevar a España –Oh! esa España humilde y castigada– hasta su atalaya de progresos. Y con el cuerpo aterido por el frío de los años, con el temblor innato de la cercana muerte, su pensamiento se mantuvo lúcido y gallardo… tanto que, es cierto, semejaba un ser inmortal.
Pero como él mismo describía en Cazador en el Alba “la pianola realizaba a conciencia su trabajo digestivo, tranquila, en un rincón”. Y así devino lento y aquejadumbroso -como si no se lo quisiese llevar- ese fantasma cetrino que ha inspirado este óbito. El corazón de la literatura se ha quedado frío, mudo, ha sentido la taquicardia y el temor y el viento en las tardes heladas arrancando de los árboles “aceradas hojas de Gillette”.
El consuelo del escritor es siempre triste y su luto, eterno. Porque su espectro, su ser deshilachado en palabras, todavía puede oírse y sentirse en el irremplazable legado de su escritura.

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J. Kennedy Toole: entre el prodigio y la Psicosis

Entre los colegas de delirio larriano compartimos siempre una muletilla que parece refulgir en casi todas las ocasiones y es, sin duda, apta para variadas y numerosas circunstancias. La sentencia a la que me refiero, que Larra escribió en su artículo «Horas de invierno», no es otra que la consabida: «Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla». Frase que esta escribiente desgasta y vilipendia a fuerza de repetirla. Sin embargo, mi afán reiterativo se debe a que no he encontrado una cadena de palabras que sintetice con mayor perfección esa frustración, que tarde o temprano acaba poniendo una molesta zancadilla a la escritura y, por ende, a los propios escritores. Un siglo después de que Mariano José de Larra publicase el mencionado artículo en las páginas de El Español, nacía en Nueva Orleans John Kennedy Toole, apenas un germen de vida, un suspiro de carnes indefensas que se convertiría, 32 años después, en el símbolo del escritor malogrado, habitante de las ruinas de su ego, buscando una voz, un lector que hiciese viva la novela más allá de su fantasía. Y no lo encontró.
«La palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie; necesita irradiarse, como la luz, del centro a la circunferencia». He aquí otro extracto de Larra aplicable a Kennedy Toole. Algunos escritores proyectan en la escritura fórmulas terapéuticas y sanadoras, como si fuera el alivio de males, un remedio de brujos. Pero es, sin duda, un barbitúrico descortés: siempre le pides más de lo que te entrega. Por eso Toole, al bordar el final de su libro La conjura de los necios tuvo la convicción de que se hallaba ante una obra maestra. Y esta aspiración fue consumiéndose en su magnanimidad, cuando rechazaron el escrito en varias editoriales. Intuyo que pasado el tiempo, Kennedy Toole se hubiese conformado con tener lectores. Pero, claro está, tampoco los encontró (no, al menos, en su tiempo).
Los biógrafos debaten desde hace años si éste fue el verdadero detonante del prematuro y truncado final del escritor estadounidense. En 1969, cuando tenía 32 años de edad, emprendió un viaje en su coche, salió del estado, recorrió los viales, visitó la tumba de Flannery O’Connor y en una carretera secundaria a las afueras de Biloxi (Mississippi) decidió sustituir su alta ingesta etílica por una sobredosis de monóxido de carbono: Colocó un extremo de la manguera en el tubo de escape, introdujo el otro por la ventana del conductor y el motor en marcha hizo el resto.

Sin embargo, los biógrafos más escabrosos apuntan a que este final acelerado, se debió a una posible homosexualidad encubierta y a una sobreprotectora relación familiar, en la que el amor desmedido y el control carcelario de su madre acabaron por germinar en Kennedy Toole la semilla de un pequeño Norman Bates. Aunque, como comprenderán, estos delirios freudianos producen en esta Trilby una especie de escalofrío emocional.
No voy a negar que la figura materna está llena de controversias (se deshizo de la nota que su hijo dejó escrita al suicidarse y sólo ofreció versiones contradictorias) pero fue gracias a la insistencia de esa madre, Thelma Ducoing, por la que llegó a publicarse La conjura de los necios, convirtiéndose en una obra póstuma laureada por la crítica y consagrada como uno de los máximos exponentes de la comedia norteamericana. El filósofo y escritor Walter Percy explica en el prólogo de la obra cómo la insistencia de la ya viuda madre de Kennedy Toole acabó por ser insalvable. Se decidió entonces, con escepticismo, a comenzar a leer el manuscrito «una copia a papel carbón, apenas legible», explica. «Sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. (…) Pero, en este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuese tan buena».

Y de esta forma tan absurda, porque Walter Percy cedió ante la persistencia de una anciana, el universo literario norteamericano pudo fagocitar a uno de los personajes más esperpénticos, alocados, desmedidos y divertidos que haya lucido jamás su firmamento: Ignatius Reilly, célebre protagonista de la conjura, a quien Percy califica como «un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno».
En cualquier caso, el suicidio de Toole ofreció a su obra la vuelta de tuerca necesaria para convertirla en leyenda y ser tildada de «maldita». Como el periodista Fran Casillas señala en el artículo conmemorativo del 40º aniversario de la muerte del escritor, hasta la adaptación cinematográfica que se prepara desde hace años se ha impregnado de ese sino abrupto. «Todos los intentos serios de crear un filme han tropezado con funestos acontecimientos», desde la repentina muerte de los intérpretes principales al propio huracán Katrina, el fenómeno natural que acabó dinamitando el escenario de rodaje en Nueva Orleans. Y es que, como cita el artículo, «es la película que todo el mundo en Hollywood desea rodar pero nadie quiere financiar».
Al margen de las vicisitudes cinematográficas, obra y autor fueron galardonados con el Pulitzer en 1981. Pero la muerte dulce de Kennedy Toole, 12 años atrás, sólo pudo ser testigo del silencio y de la incomprensión. Su fama llegó a ser tal, que rescataron un libro de su juventud (La Biblia de Neón, escrita cuando tenía 16 años) para aprovechar el tirón comercial. Y, finalmente, Kennedy Toole, ése que quebró su pluma sin llegar a encontrar voz, ni público alguno; acabaría por generar una marabunta de lectores solícitos que reclamaban un legado mayor, más tinta del escritor. Pero, por caprichos del azar, él, ignorante de su propio éxito, había vaciado sus cartuchos, tiempo, mucho tiempo atrás.

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Los Brontë y Cumbres Borrascosas

La trágica nebulosa que envuelve la vida de la familia Brontë es algo que resulta atrayente, especialmente a los espíritus dados al dramatismo. La muerte fue, en todo caso, un fantasma prematuro que no dudó en esgrimir sus garras con los miembros del linaje: primero falleció la madre y luego le siguieron las dos hermanas mayores. Por otra parte, el único varón, el talentoso Branwell, tampoco tardó en perecer a causa de su adicción al alcohol y al opio. Las supervivientes, Charlotte, Anne y Emily no sólo padecieron la desdicha de la pérdida sino que compartirían ese destino temprano: al igual que sus hermanos, ninguna superó los cuarenta años. En el caso de Emily, la tuberculosis forzó su despedida terrenal a los 30. Pero algo de aquella negrura familiar y muchas de las tristezas, así como las momentáneas alegrías (especialmente evocando un pasado que fue mejor que el presente) quedaron tatuadas en las páginas de su novela, Cumbres Borrascosas. En el prólogo de la colección Grandes Escritoras (de RBA), Carmen Posadas señala al respecto que “este triste destino familiar iba a tener enorme influencia en la obra de las Brontë, que siempre vivieron bajo la amenaza del sufrimiento y la pobreza”.
Y es que decir de una novela que es una de las mejores del siglo XIX suena tan rimbombante que nos sitúa en un plano casi descreído. Pero la innovación narrativa que Emily volcó sobre Cumbres Borrascosas no deja lugar a dudas. Esta fuente de originalidad radica especialmente en tres ámbitos: el deleznable y contradictorio carácter de los protagonistas, Catherine y Heathcliff (que huyen constantemente de su sino feliz); el amor entre ambos, cuyo agravante no es tanto su condición de hermanastros como el talante destructivo que se profesan; y la extraña evolución narrativa, que arranca en el presente y se desarrolla en el pasado (con continuas alusiones a hechos no acontecidos que desvelan parte de la negrura del relato) y que aparece deshilvanada por dos narradores.
Ya en las primeras páginas se describe a Heathcliff como “gitano de tez aceitunada”, que en honor a los poemas de Lorca y, a pesar del anacronismo que los distancia, posee toda la marginalidad de los protagonistas de aquellos versos. Catherine, su enamorada y alma gemela, es una niña a bien, repulsiva, altanera y egocéntrica. Sus escasas dosis de bondad versan sobre Heatchcliff, ese niño desaliñado que su padre encontró desamparado. El amor y la complicidad entre ambos crece al ritmo que sus cuerpos y sus defectos. Buena prueba de ello, es este fragmento en el que Catherine se sincera sobre sus sentimientos (a pesar de que finalmente se casará con el apuesto Linton, mejor partido que su amado). “Sea cual fuere la sustancia de la que están hechas las almas, la suya y la mía son idénticas, y la de Linton es tan diferente de ellas como puede serlo un rayo de luna de un relámpago o la escarcha del fuego”. La única razón que esgrime para no casarse con su hermanastro es que él “me degradaría”, dada la diferencia de origen entre ambos.
Esta relación frustrada es el esqueleto que da consistencia a las desgracias que generación tras generación acaecen sobre las personas que habitan Cumbres Borrascosas, una propiedad que se degradará con el tiempo, como el propio carácter del protagonista, Heathcliff. La bipolaridad entre el bien y el mal se establece entre las dos propiedades vecinas y se acentuará con los años: Cumbres Borrascosas es lúgubre e inhóspita, La Granja de los Tordos, representa a Linton, un personaje adorable y bondadoso que se ve relegado a la condición de amante no correspondido.
La muerte prematura se ceba con varios personajes, la diferencia de clases aviva la ambición de los frustrados y todo se conjuga en un fuego narrativo que invade las páginas y que hará sobrevivir la pesadumbre sobre la momentánea felicidad. La comparativa del “yo” contra el mundo es una relación cruel que siempre acaba en derrota. Un cáncer que devora lo propio, se ensaña con la autoestima y para el “gitano” es el espejo mismo de su miseria.
La novela, en general, tiene eso de costumbrista que siempre seduce: los elementos entran en el relato con la naturalidad de lo que es conocido o, cuando menos, reconocible. Es deliciosa y entretenida, a pesar del áurea de negrura que destilan sus letras. El grueso de la narración, a través del ama de llaves, imprime cierta nostalgia hacia un pasado que siempre resulta mejor que el presente. La minuciosidad de los detalles otorga a la novela abalorios narrativos y riqueza expresiva. Por su parte, otro de los personajes, el señor Lockwood, aparece como el primer narrador, descriptivo e intuitivo; aunque en el desarrollo de la historia adquiere un talante secundario y se convierte en una especie de “lector dentro de la novela”: cuestiona, pregunta, se interesa y curiosea. Hasta el final no volverá a adquirir su condición de narrador.
Y para zurcir las últimas páginas, el final feliz no es del todo consumado: la frustración siempre está latente o cuando menos, la felicidad nunca es completa o siempre queda manchada por cierto misticismo. Los fantasmas del pasado y una intención matrimonial que no llega a explicitarse llena al lector de dudas ¿será que algo oscuro y perverso impedirá esa unión? ¿son los de ahora la huella espectral de los de antaño? ¿Habría una segunda parte de esta novela?
La única certeza es que, tras la lectura de Cumbres Borrascosas, uno tiene la sensación de haber leído algo más que una Gran novela, algo más que una historia inventada. El lector cree haber rozado la realidad y la vida de aquella taciturna y mutilada familia de Yorkshire: los Brontë. Y es que, como Roland Barthes comentó alguna vez, toda autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica.

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