Contra el olvido

Nadie se imagina convertido en soldado a los 87 años, pero para librar una guerra solo se necesitan dos cosas: un enemigo y alguien por quien merezca la pena seguir vivo. Así que por el dichoso coronavirus y por Miguel me siento hoy una combatiente más en la trinchera de esta habitación por la que intermitentemente asoma el peligro infiltrado en la ropa y la piel de nuestros cuidadores, que ahora apenas atraviesan el umbral de la puerta y nos preguntan cómo estamos. Se echan de menos sus abrazos espontáneos y el consuelo de sus manos sobre nuestra espalda, pero en esta maldita guerra los gestos de cariño se han convertido en agresiones y el deseo en una amenaza.

Una vez a la semana nos hacen salir del cuarto para desinfectar. Solo entonces vemos a algunos de nuestros compañeros, aunque apenas conseguimos reconocernos tras las aparatosas mascarillas. Las miradas se han vuelto esquivas y desconfiadas, porque además de en soldados, ahora todos nos hemos convertido en potenciales asesinos. Aprovecho para contar disimuladamente cuántos residentes quedamos dispersos por aquel salón, pero cada vez acabo antes. Busco entonces los ojos verdosos de Miguel para empaparme de esperanza. Él siempre me mira con una extraña mezcla de familiaridad y fascinación que me consuela. La verdad es que no sé si me reconoce o cada día soy alguien nueva para él, pero lo importante es que yo sí sé quién soy cuando me mira. Por eso suelo darle la mitad de mi plato de comida y no aparto la vista de su boca hasta que compruebo que se ha tragado sus pastillas para el riego. También le tomo la temperatura a escondidas con el termómetro que se olvidó una de las cuidadoras en nuestra habitación. Para dos soldados seniles como nosotros, cada día sin fiebre es una batalla que le hemos ganado a la muerte, aunque Miguel no sea consciente de estas pequeñas victorias cotidianas. Lo bueno del alzhéimer es que se lleva también los miedos, porque ya no recuerdas ni tus propios fantasmas.

Desde que nos convertimos en compañeros de habitación, apenas se pone triste recordando a su mujer. Tiene una foto del día de su boda en la mesilla de noche y a veces le canta un pasodoble y me invita a bailar. Yo ya no me pongo celosa porque a estas alturas de mi vida, con el colesterol a 230 y la tensión descompensada, una puede tener miedo a muchas cosas, pero no a jugarse el corazón. “¿Los niños estarán bien?”, me pregunta a veces melancólico. Y yo le digo que sí, para tranquilizarlo, aunque no conozca a los hijos de los que me habla ni yo sea la persona a quien él cree ver. Pero luego me sonríe y siento que todo merece la pena. Incluso dejarme ganar al mus. Por eso me aterra que un día puedan llamar a la puerta y separarme de él. El miedo me desvela por las noches y me levanto para arroparlo. Y coloco bien sus zapatillas: las oriento hacia su cama para que pueda ponérselas fácilmente al despertar. Luego me quedo mirándolo ensimismada durante todo el tiempo que mi reuma me permite hacerlo sin dolor. Entonces me doy cuenta de que Miguel me hace sonreír incluso dormido. Y me siento extrañamente viva al final de este callejón sin salida que es la vejez. Y aprieto una vez más su mano contra la mía y le planto un beso en la mejilla con la sensación de que llevo décadas haciendo esto. Como si esta no fuese la única guerra que hemos librado juntos ni la foto de la mesilla me resultase tan ajena…

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En legítima defensa

-Fue unas horas después de leer aquel libro de Neruda… Era domingo y no quiso ver el fútbol. Se puso a cambiar la bombilla sin rechistar. ¡Silbando y todo! Y no sólo fue ese día. Me tendía la ropa, me hacía la compra… Empezó a mandarme WhatsApps desde el trabajo: que si “cómo estás”, que si “te quiero mucho”, que si eres «mi mariposa de sueño»… Así que cuando llamaron del hospital para decirnos no sé qué de una negligencia y que se había producido un error con la medicación de mi Manolo, pues… pues colgué asustada.
-¿En 197 ocasiones, señora? Tenemos el registro de llamadas…
-¡No quería perderlo!
-¿Es todo lo que va a alegar en su defensa?
-¿Les he contado lo de que lloraba viendo “El Diario de Noa”?

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Los libros no saben guardar secretos

Cerré el libro despavorida, pero el monstruo asomaba aún sus gruesas cejas de espuma sobre el filo de la última página. Empujé la fotografía de Don Amancio hasta enterrarla en aquella improvisada tumba de celulosa que me juré no volver a abrir jamás.

Pero ahora mi hija ha exhumado el cadáver y me pregunta, inquisitoria, qué es eso de «La Biblia» y quién es ese señor que tiene el mismo hoyuelo que ella en la barbilla.

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Los libros nos transforman

“Es un libro. Sólo un libro”. Me acuerdo de que la vecina se refirió a él justamente de esa forma: “Sólo un libro”. Mi madre aceptó el regalo tal y como entendía la vida: con una mezcla de pudor y miedo. La recuerdo abriendo exageradamente la boca para dejar salir el sonido de las vocales de aquel apellido extranjero: W-o-o-l-f. Virginia W-o-o-l-f. Y cómo luego arqueó los labios en una suerte de risa avergonzada, de provinciana a la que han enseñado a hacer punto de cruz y de cadeneta y a pronunciar con gracia la palabra «crochet», pero no a aspirar como una jota la «h» de Rock Hudson, ni a omitir la «e» al final de John Wayne. Miró a la vecina y, dispuesta a agradarla, abrió una página al azar:

“Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre al doble de su tamaño natural”.

Sonrió, aunque esta vez, decididamente incómoda. Cerró la puerta. Escondió el libro. Y se puso a hacer la cena. Jamás nos reprochó no haber tenido una habitación propia. Pero la tortilla de patatas nunca le volvió a salir igual.

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Añorar el futuro que no existe

El laberíntico mapa de la reflexión tiene las paredes teñidas de tristeza. Por eso resulta tan sencillo perderse intentando buscar la salida: al fin y al cabo, regodearse en el dolor es una de las aficiones favoritas de nuestra capacidad contemplativa. No es extraño, entonces, que al hacer el balance el peaje siempre sea cierta dosis de melancolía. Leía hace unos días que la frase «somos demasiado jóvenes para estar tan tristes», de la ilustradora Sara Herranz, se había convertido en viral: la propia autora aseguraba que el éxito de la cita se debía a que reflejaba el desencanto de su generación, de la mía, de la nuestra.

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El caso es que pienso mucho en nosotros últimamente. La frase me pareció demasiado triste para ser tan jóvenes. Parece que hemos aceptado sin protestar las tachuelas, la ESO, la extinción del cassette, las barbas, las collejas, las mechas y la pena. Lo curiosos es que se me viene a la cabeza mi abuela, a sus 92 años, y me asombro al pensar que la he visto de muchas maneras (enfadada, coqueta, ida, contenta, enferma, vitalista, ofendida, trascendental…) pero nunca la he visto perdida. Nunca con ese sentimiento de desconcierto que los de nuestra generación parecemos llevar adherido como una costra en el cerebro. Y creo que estamos desorientados porque nos dedicamos a buscar la brújula en lugar del Norte.

Nos empeñamos en seguir reglas y manuales sin pensar en la excepción, aun sabiendo que todo lo verdaderamente importante tiene sus propias normas. No en vano, los verbos que merecen la pena son irregulares: acertar, andar, comenzar, dar, decir, hacer, poder, querer, sentir, sonreír. ¿Por qué insistimos entonces en seguir aferrados al manual de instrucciones que nos dieron para un mundo al que le faltan piezas? Ya lo decía Ángel González en el poema que da título a este blog: «Añorar el futuro que no existe es aceptar la vida despojada de sus días mejores»Nos obcecamos en echar de menos algo que nunca tuvimos. Y esa, como diría Sabina, es la peor de las nostalgias.

Tenemos la obligación de ser la generación de la improvisación. Los guiones que llevábamos aprendidos no servían de nada y nos hemos dado cuenta cuando ya estábamos en el escenario, cuando el cañón nos enfocaba. Algún día dirán que fuimos la generación que perdió el miedo a quedarse en blanco, a empezar de cero. La generación que enseñará a los que vienen que el talento no es de unos pocos, ni se evalúa con una nota, ni con un título. La generación que comprendió que la vida es mejor comérsela sin leer el prospecto.

Es fácil sentirse frustrado si piensas que un año más ha pasado, que la Tierra ya ha dado la vuelta al Sol y tú ni siquiera has conseguido rotar sobre ti mismo. Las comparaciones son tan odiosas como, quizá, inevitables. Lo que uno sí puede elegir es su referente: Venus, por ejemplo, tarda más tiempo en girar sobre su eje que en dar la vuelta al Sol. Puede que sólo sea eso: que nos hemos equivocado de planeta. Salgamos de las fronteras de nuestro pequeño mundo, hay mucho universo por explorar.

Así que lo que os deseo (y nos deseo) para 2016 no es una lista de frustrantes propósitos, sino cambiar la escala, el enfoque y la perspectiva para que las tristezas no se nos acumulen al final del renglón en el último día del año. ¡Ah! Y que siempre haya una ilusión sonriendo cada mañana al otro lado del espejo. ¡Feliz año!

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Un siglo con Virginia Woolf: 9 claves de la escritora en 9 extractos de su primera novela

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La novela, que originariamente pensó titular «Melymbrosia», narra el viaje de iniciación de Rachel Vinrace

Si hay algo que diferencia a los genios literarios de los banales plumillas es probablemente eso que muchos han venido a catalogar como talento: una especie de entelequia que resulta ser más un fin, una capacidad a desarrollar, que una cualidad conquistada. Para la gran mayoría de los escritores esta virtud –o esta promesa, según se mire– resulta determinante y explica la evolución que sufren desde sus a menudo pazguatas o bienintencionadas primeras publicaciones hasta su consolidación literaria. Pero en el caso de los genios, el talento parece un atributo vacuo y totalmente insustancial porque su maestría deslumbra ya desde sus primera obras. En este sentido, pocos ejemplos son tan representativos como el de Fin de viaje (The Voyage Out), la primera novela de Virginia Woolf, que ahora celebra su centenario, y en la que la escritora inglesa está presente en toda su inmensidad y plenitud. Feminismo, ironía, insatisfacción vital, descubrimiento… Podría decirse que es una obra embrionaria, no porque esté aún por desarrollar, sino porque en ella se puede apreciar la concepción literaria de la célebre escritora inglesa, tanto sus claves narrativas (el estilo, la sátira, la crítica social y hasta la aparición de Clarissa Dalloway, que se convertirá años más tarde en la protagonista de la laureada La señora Dalloway) como biográficas, incluida la nota de suicidio que dejaría en 1941 a su marido. En esta primera novela se entiende ya por qué después de un siglo seguimos embarcados en el viaje literario de Virginia Woolf.

1. Travelling literario

«Son tan estrechas las calles que van del Strand al Embankment que no es conveniente que las parejas paseen por ellas cogidas del brazo. Haciéndolo, exponen a los empleadillos de tres al cuarto a meterse en los charcos, en su afán por adelantarles, o a recibir ellos un empujón u oír alguna frase, no siempre muy gramatical, de boca de las oficinistas en su apresurado camino.

En las calles de Londres, la belleza pasa desapercibida, pero la excentricidad paga un elevado tributo. Es preferible que la estatura, porte y físico sean normales, con tendencia a lo vulgar; y en cuanto a la indumentaria, conviene que no llame la atención bajo ningún concepto»

El arranque de Fin de viaje, recogido en estas líneas, es característico de la autora británica: su precisión descriptiva ubica al lector en la trama con la misma naturalidad en la que los secundarios y extras se mueven en la escena. Ensaya un tipo de narrativa que podría equipararse a la que se desarrollaría en paralelo en el cine: las palabras conducen al lector en una especie de «travelling» literario, y, a menudo, pasa del plano general al detalle para retratar en la anécdota, y con increíble exactitud, un momento puntual que plasma, a su vez, toda una época.

2. Ironía contra el «establishment»

«Las personas corrientes poseían tan poca emoción en sus vidas íntimas, que el rastro de ellas en las de los demás las atraía como el rastro de la sangre a los sabuesos»

El clasismo, las apariencias, el vacío existencial, la petulancia, los frígidos y afectados modos de la alta sociedad inglesa de principios de siglo son objetivo de la sátira de Woolf, un universo elitista que la autora disfruta desordenando mediante impulsos primarios. Entre el frufrú de las sedas y los estirados caballeros guarecidos bajo la seguridad del traje, el todo es posible inunda la escena y genera en el lector la ansiedad de esa cálida calma que precede a las tormentas. Envidias, reflexiones, sentimientos inconfesables sobrecargan la atmósfera hasta quebrarse con un beso improbable que sorprende los labios de los protagonistas o con un gesto de los cuerpos, dispuestos a admitir lo que las palabras se niegan a confesar. «El esqueleto de la sociedad se mostraba, impúdicamente, envuelto en una lluvia menuda, incesante y deprimente”, escribe Woolf, que se niega a obviar las contradicciones de esa sociedad eduardiana que creía haber dejado atrás los complejos victorianos, pero que indudablemente arrastraba todos sus prejuicios, todo aquel conservadurismo y el chovinismo más ridículo.

3. La familia

«Para Rachel todo lo que hacía su padre era perfecto. Partía de la idea de que la vida del ser querido es mucho más importante que la de los demás y, por lo tanto, carecía por completo de sentido compararla con la suya»

Aunque no se puede tachar a Virginia Woolf de ser una escritora que haya contaminado sus obras con una excesiva carga autobiográfica, sus experiencias vitales sí influyen en los personajes, permitiendo que se establezca algún que otro paralelismo entre ellos y la autora. En Fin de viaje, las alusiones a la familia, especialmente la admiración que Rachel siente por su padre –y que es comparable a la que Virginia sentía por su progenitor, Leslie Stephen– y la convivencia entre la prole son, sin duda, construidos sobre los recuerdos de infancia. Rachel Vinrace, protagonista de la historia, es hija única y «desconocía las burlas y picardías propias de la convivencia entre hermanos». Por eso no falta quien le recuerde que «no hay nada comparable a pertenecer a una familia numerosa. Encuentro sobre todo que tener hermanas es delicioso». Y es que, a pesar del turbio episodio de abusos sexuales que habría sufrido por uno de sus hermanos, Woolf defiende la familia como la mejor preparación y entrenamiento para la vida más allá del confort hogareño. Su hermana, Vanessa Bell, fue, además, uno de sus bastiones.

Leslie Stephen y Virginia

Leslie Stephen y Virginia

4. Compromiso (más allá de la estética)

«Cuando me encuentro entre artistas –dijo Clarissa–, siento intensamente los goces que reporta el crearse un mundo propio y vivir encasillado en él… pero en cuanto salgo a la calle y tropiezo con una criatura con cara de hambre y miseria, reacciono y comprendo que no es humano vivir ausente de la realidad»

Resulta curioso cómo La señora Dalloway, obra que no publicaría hasta 1925 –diez años más tarde–, ya aparece perfectamente definida en esta novela –incluso su pasión por las flores, que constituirían el célebre arranque de ese texto que aún no había escrito–, a pesar de que sólo es una secundaria en el viaje de iniciación de la protagonista de Fin de viaje. Es también Clarissa a través de quien Woolf deja filtrar una de sus intencionalidades literarias, que va mucho más allá de la estética y de la alteración de la construcción narrativa: habla del compromiso intelectual, que el autor no puede escribir desde su atalaya artística, ha de tener un trasfondo social, un afán de crítica que ella vehicula muchas veces a través de la ironía.

5. La reivindicación de una habitación propia

«Estamos a comienzos del siglo XX y hasta hace pocos años ninguna mujer se atrevía a salir sola y así ha sido durante miles de años. Una vida silenciosa, retraída, sin representación social. Hay mucho escrito sobre las mujeres, burlándose o adorándolas… pero rara vez estos escritos emanan de ellas. Creo que los hombres no las conocemos en lo más mínimo. Ignoramos cómo viven, qué sienten y cuáles son sus ocupaciones. La única confidencia que de ellas conseguimos los hombres son amores. Pero de las vidas íntimas de las solteras, de la mujer que trabaja o educa y cuida a la infancia (…), de ésas no conocemos absolutamente nada. Guardan sus sentiminetos íntimos cuando tratan con nosotros»

Sus aspiraciones feministas y sus reflexiones de género quedan perfectamente retratadas en esta obra. Aunque muchas veces utiliza la ironía para hablar de las costumbres «inveteradas» propias del sexo femenino y de los temores que despertaban las aspiraciones sufragistas («¡Preferiría verme enterrado antes de que una mujer tuviese derecho a votar en Inglaterra!», exclama uno de los personajes), también hace pronunciar a sus protagonistas discursos claros y directos («Hombres y mujeres deberían ser iguales y eso es lo que más me desalienta») entre los cuales se encuentra la reivindicación de Rachel Vinrace de esa habitación propia, de ese espacio exclusivo que Woolf defendería años más tarde en el célebre ensayo homónimo, A Room of One’s Own (1929): «Entre las promesas que Helen había hecho a su sobrina, figuraba la de que tendría una habitación para ella, independiente del resto de la casa, un cuarto donde poder tocar música, leer, meditar, desafiar al mundo, una habitación que podía convertir en cuartel y santuario a la vez». En Fin de viaje hay, además, una clara intención de defender la educación de la mujer para alcanzar las mismas oportunidades que los hombres y una necesidad de denunciar que incluso las más intelectuales se someten y alienan al poder masculino: «El respeto que las mujeres, incluso las mujeres cultas, sienten hacia el hombre –continuó–, creo que obedece a una especie de dominio que nosotros poseemos sobre ellas semejante al que decimos poseer sobre los caballos.»

Manifestación de sufragistas a principios del XX

Manifestación de sufragistas a principios del siglo XX

6. Renovación literaria

«Quisiera escribir algo sobre los sentimientos íntimos que no se expresan, sobre lo que la gente siente y no dice. Pero las dificultades son inmensas. (….). Quiero sacar a relucir el fondo de la sociedad, sus inomoralidades, mostrar mi héore en distintos centros y circunstancias (…). En literatura la dificultad no consiste en concebir incidentes sino en darles forma»

Los rasgos autobiográficos en Fin de viaje fluctúan entre las aspiraciones literarias de Terence Hewet y la perspectiva existencial de Rachel Vinrace, en esa confusa bisexualidad sobre la que Woolf se eleva y en la que parece definirse con mayor precisión. Él, promesa de las letras, le vale para hablar de sus intenciones de renovación narrativa, que expresa en aspectos como la perspectiva múltiple que ofrece al lector y que se concreta en la forma en la que hace que sus personajes cambien dependiendo de los ojos que los miren: a veces sublimes, otras miserables, la autora británica los enriquece y les otorga profundidad en la confrontación descriptiva del resto de protagonistas de la escena.

Virginia y su marido Leonard se casaron en 1912

Virginia y su marido Leonard se casaron en 1912

7. Amor: el compañerismo y la disolución de género

«Tal vez en un lejano futuro, cuando generaciones de hombres se hayan combatido y engañado como nos engañamos y combatimos nosotros, las mujeres lleguen a ser, en lugar de lo que ahora parece constituir la razón de su existencia, no la enemiga y el parásito del hombre, sino su verdadera amiga y compañera»

Este tipo de reflexiones, que a menudo delega a sus personajes masculinos (no hay que olvidar que, sin el apoyo de la otra mitad de la población, la igualdad se convertiría en una utopía) dejan entrever también cuál era su perspectiva sobre las relaciones y sobre el tipo de hombre que resultaba atractivo a sus heroínas, quienes, por descontado, son la antítesis de las románticas flaubertianas: el amor, lejos de ser un delirio, es un sentimiento confuso sobre el que aplican su espíritu analítico, al que desmiembran hasta encontrar su materia oscura, la fibra más sensible, dolorosa y puede que, incluso, autodestructiva.

Importante es señalar también que Terence Hewet, el caballero que enamora a la protagonista de Fin de viaje, es, como así lo describe, un tanto afeminado, al igual que los maridos de otras damas inglesas con las que se topa en el camino. «Es un hombre, pero sus sentimientos son tan delicados como los de una mujer –sus ojos estaban fijos en su esposo, que apoyado en la baranda seguía hablando–. No creas que digo esto porque soy su esposa, al contrario, veo sus defectos con más claridad que los de otros. El mayor mérito, el más apreciable de la persona con quien vivimos, es que sepa mantenerse en el pedestal que le coloca nuestro amor». Woolf critica, asimismo, el matrimonio como salvación de los «males» de los solteros (la excentricidad y la melancolía, entre los que se cita en la novela) y lo confronta al amor: «Te adoro, pero me repele el matrimonio. Su presunción, su seguridad, su compromiso…», llega a asegurar Hewet. El matrimonio es, asimismo, como reflejan varias de las jóvenes de la novela, una especie de evolución natural entre las féminas: del núcleo familiar a los brazos del hombre. Es la consecución de la madurez femenina, la culminación de  la transformación de la niña a mujer y por la que, según algunos expertos, se precipita el final abrupto de la obra: Ernest Dempesey cita la muerte como la salvación de Rachel Vinrace, como el triunfo del feminismo.

8. La felicidad tiene también un pero

«Él nunca había sido feliz. Veía con demasiada claridad los pequeños vicios, engaños y taras de la vida y percibiéndolos, le parecía lógico tomarlas en cuenta»

La felicidad es siempre momentánea, no resulta un sentimiento sólido, sino más bien aparente e inestable. Woolf acostumbra a buscar en la alegría un reverso inquietante, ese pero que contiene, incluso, la incontenible dicha del primer amor: «No habrían ido muy lejos, antes de que mutuamente se jurasen amor eterno, felicidad y alegría, pero… ¿por qué era tan doloroso quererse? ¿Por qué había tanto dolor en la felicidad?».

Hay cierta decadencia en los personajes, la felicidad inmensa es también frágil y cruel y queda supeditada a la voluntad de la persona amada, lo que constituye toda una crueldad: «Se daba cuenta, con una rara mezcla de placer y fastidio, de que por primera vez en su vida dependía de otra persona y de que su felicidad estaba en su poder».

9. El preludio de una nota de suicidio

«Inconscientemente, en voz baja, o con el pensamiento tan sólo, se dijo: ‘Nunca han sido tan felices dos personas como lo fuimos nosotros. Nadie se ha amado tanto como nos amamos nosotros’. Pensó en las palabras y las pronunció: Ningunas otras personas han tenido nunca el mismo goce que nosotros. Nadie se quiso nunca como tú y yo nos quisimos»

Entre los reveladores extractos de Fin de viaje aparece también este fragmento en el que se recoge la frase que Virginia Woolf le dejaría escrita a su esposo aquel jueves 28 de marzo de 1941 en el que decidió quitarse la vida arrojándose al río Ouse con los bolsillos llenos de piedras. De su marido Leonard también se despediría con una frase similar a la que en esta novela pronuncia Terence Hewet, recogida en el encabezado: «Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que hemos sido tú y yo». Esa cruel afirmación que revela, como Fernando Savater aseguraba en Figuraciones mías, que ni siquiera la felicidad basta.   

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El "Heraldo de Madrid" vuelve a los quioscos

Portada de la edición especial
Toda resurrección conviene asimilarla con la dosis justa de ilusión y descreimiento, aunque no siempre resulta fácil resistirse a la tentación de dejarse embriagar por los efluvios de la emoción. Intuyo que es esa expectación la que ha provocado que no pocos acudiesen este domingo 30 de marzo a los quioscos en busca de un ejemplar del Heraldo de Madrid, la vieja cabecera de la Sociedad Editora Universal incautada por la falange la mañana del 28 de marzo de 1939, cuatro días antes de que aquel último parte bélico, de que ese nefasto «cautivo y desarmado el ejército rojo», marcase el final de la Guerra Civil y el comienzo de otra contienda ruin y silenciosa. La resurrección del Heraldo en nuestros días, emblema de la causa republicana, se debe a la colaboración de eldiario.es, Infolibre, Alternativas Económicas, La Marea, Materia, Fronterad, Jot Down, Revista Fiat Lux, Líbero y Mongolia bajo la dirección del periodista Miguel Ángel Aguilar, e incluye, asimismo, diversas firmas calificadas de «extrema izquierda» por La Gaceta, siempre alentando a la lectura con ahínco de todo a lo que le cuelgue la etiqueta de subversivo. 
Dedicado el domingo al repaso de este peculiar espectro del periodismo que hoy ha vuelto a manifestarse, he de reconocer que la expectación inicial se iba diluyendo a medida que avanzaban las páginas y la sensación general que resume este regreso se ha quedado atorada entre el voluntarismo y el fiasco. Se extraña entre tanta recurrente frase sobre el espectacular aumento del descrédito del gobierno y los partidos políticos una hiriente obviedad que no parece importarle a las clases dirigentes que no se repare también en la creciente desconfianza del ciudadano hacia los periodistas, una de las profesiones más denostadas según el barómetro del CIS. Cuando se invocan fantasmas como el del Heraldo de Madrid y se reproduce un artículo de Manuel Chaves Nogales, se corre el riesgo de padecer el agravio comparativo y de que se dé la paradoja de que lo anocrónico, el verdadero fósil social, resulte ser esta profesión adulterada y los periodistas que la ejercemos, quizá no menos condenados a la incongruencia histórica. Tampoco ayudan los clichés que se esbozan sobre «La razón definitiva por la que el papel debe continuar», ni los fútiles argumentos sobre la incomodidad de la lectura digital o la posesión física de los objetos, ni siquiera la posibilidad de la quema física de los libros, parecen motivos suficientes para invitar al ciudadano a creerse eso de que «este muerto está muy vivo». Si nuestra defensa es ésa, estamos tan avocados al fracaso como esos redactores del Heraldo que contemplaban cómo primero alguno de los suyos se descubría la careta véase el discurso del fotógrafo José María Casariego, seducido por el ideal falangista, dirigiéndose a sus compañeros aquella mañana para después comprobar cómo la redacción era incautada por FET y de las JONS, que en lugar de desmantelarla algo que hubiera resultado quizá más digno para aquellos plumillas derrotados se la entregaron a los serviles, como Juan Pujol, quienes utilizaron aquella misma maquinaria para fabricar la propaganda del régimen, culminando un expolio que todavía tienen pendiente de reparación a la familia Busquets, propietarios de la Sociedad Editora Universal, a la que han desoído todos los gobiernos durante generaciones, como bien recuerda uno de los nietos de la saga en esta edición especial. 
Última portada del Heraldo (27/3/1939)
Con todo, lo mejor de esta resurrección se encuentra, en mi opinión, en algún que otro artículo de las páginas de Sociedad y Ciencias e, incluso, en el enfoque alternativo de los Deportes, pretendida en otras secciones sin llegar a conseguirse completamente. Por no hablar de un siempre acertado Enric González evocando a Pasolini «que no dejó de criticar a propios y a extraños» y que defendió «sus propias ideas, no las de otros», como recuerda el columnista. Por no hablar de la «entrevista» de Mongolia a una Soraya Sáenz de Santamaría descocada en las carnes de Marilyn Monroe y de ese descontextualizado pero ¡tan necesario! anuncio de FCC a página completa, tras ser señalada como una de las empresas que se apuntan al negocio de la Sanidad en el interesante artículo que abre Sociedad. Aunque, si guiada por el sentimentalismo tuviese que escoger una única pieza, me quedaría con la reproducción de la última portada del Heraldo a tamaño real, en la que el agónico Consejo Nacional de Defensa republicano brindaba sus últimos estertores a ese internacionalismo que estuvo tan presente en la esencia de la II República sin saber que el mundo le daría la espalda, al igual que los representantes del Gobierno darían por finalizadas las negociaciones de paz con los vencidos cuando se les antojó, iniciando el triste prólogo del ensañamiento que se advendría sobre quienes se mantuvieron fieles al ideal republicano en aquellos años. 
No resulta fácil juzgar a un zombie, aunque se le estime, acostumbra a desprender ese olor de inframundo como recordándonos que en otro tiempo fue posible y a exhibir ese descompasado abrir y cerrar de ojos tan desconcertante reflejado aquí en las numerosas e ineludibles erratas del ejemplar, pero, aún sin saber si se agotarán los 100.000 ejemplares de esta edición especial del Heraldo de Madrid, que estará disponible en los quioscos a lo largo del mes de abril, más allá del éxito o fracaso de ventas, este guiño espectral se agradece: es un gesto y eso no es algo que abunde en estos tiempos impasibles, en los que domina la mueca helada e indiferente. 

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La crónica sentimental de España

Carteles y radios sentimentaloides
Todavía quedan tenderos que orbitan cual extraterrestres lejos del imperio de la imagen y el marketing, que han dado la espalda a la historia del escaparate para ningunear su existencia y convertirlos en meras paredes transparentes en las que almacenar cajas insulsas: más que seducir al transeúnte, apelan a su compasión. Ya en el interior del establecimiento, por aquello de que las expectativas son inexistentes, la sorpresa puede ser mayúscula: descubrir allí los tesoros de la nostalgia, de ese pasado sentimentaloide que nunca deja de reescribirse. Sí, la fachada de El Rastrillo, una modesta tienda de la madrileña calle Ávila, parece ignorar cómo atraer clientes, aunque, una vez traspasado su umbral, las reliquias y el olor de otro tiempo los atrapen en un bucle sin fin y hagan honores al sobrenombre de su letrero: “La máquina del tiempo”. Aunque este tipo de viajes pierden en canto sin el DeLorean de Marty McFly, hay que reconocer que contemplar aquellos objetos –muchos de los cuales triplican la edad del que los observa– cubiertos de ese aire de tragedia, de vieja gloria descontextualizada –veáse por ejemplo la vieja máquina de pinchar vinilos con los estrafalarios integrantes de Abba todavía felices, todavía enamorados (¡Benny y Frida acababan de casarse el año anterior!)– y las rígidas muñecas disfrazadas de militares –las míticas wendolin– , extraña paradoja de aquellos tiempos en los que las mujeres ni siquiera se podían plantear vestir un uniforme de las fuerzas armadas. Y por no hablar de las inquietantes fotografías que se apilan en una esquina: imágenes que brotaban de entre los libros, las carteras, las cajas de metal… Imágenes que yacían escondidas sin que nadie las recordase y que probablemente hoy busquen con ansia los descendientes de esas señoras pletóricas que posaban frente al mar –una cámara, la playa, ¿acaso eso no era progreso? Qué importaba entonces el silencio, la represión…–, o de esos orgullosos jabatos alardeando de lozanía mientras paseaban por la calle con sus mejores galas.
Pastilleros, relojes…
Las mujeres no podían vestir un uniforme, las wendolin sí
Preciosa edición de «El Quijote»
La verdadera máquina del tiempo: el tocadiscos. ¿Precio del tema? 1 duro
Imágenes del pasado, historias olvidadas
Portada del folletín «¡Madre!»
Sumergida en mil épocas, en ese extraño olor que el polvo, la humedad y los años destilan sobre os objetos, de las estanterías de este pequeño rastrillo rescato la primera entrega del folletín ¡Madre!, de Mario D’Ancona –seudónimo de  Francisco Arimón Marco (1868-1934)-, una publicación fechada el 26 de octubre de 1932 por la Editorial Guerri “la Casa más seria, la de los grandes éxitos, la de servicio más esmerado y puntual”, reza en el interior de la revista. Más allá del delirante drama, es curioso rastrear entre sus páginas los tics de esa España pobre y resentida que entonaba su moralina digna y feliz en las canciones populares que Manuel Vázquez Montalbán analizó en su Crónica sentimental de España (1971): “Pobretes pero alegretes. No olviden nunca ustedes que en nuestro país la comicidad se ha abastecido siempre de nuestras mejores miserias”, escribe el genio en este ensayo.
En lugar de esa alegría folclórica, en ¡Madre! la belleza cumple la función compensatoria: la protagonista es una desgraciada, pero tan sumamente bella y bondadosa, que sus penas la elevan a mártir. Entregada a la inclusa por sus padres biológicos, adoptada posteriormente por una matrimonio que la esclavizaba, la protagonista, Amelia se entrega a la pasión del apuesto Roberto: “Por primera vez en mi vida oí palabras cariñosas, por primera vez me dijo alguien que me quería”, relata la joven. Aunque en realidad él es un canalla –hasta los 50 no se pondrían de moda los gamberros, como cuenta Montalbán– de familia noble que la engaña vilmente: “Él me dijo que para ser marido y mujer bastaba que nos arrodillásemos al pie del altar mayor y nos prometiésemos por esposos cuando el sacerdote bendice a los fieles al final de la misa”. La ignorancia, esa candidez bobalicona, representaba al pueblo humilde, trabajador, estafado. Y es que, salvando la distancia temporal con el ensayo de Montalbán, aún sin Guerra Civil de por medio, esa España de la recién proclamada República contenía ya muchas de las características que sobrevirán a la conflagración y se mantendrán durante la posguerra. Al fin y al cabo, esas  mujeres empachadas de nacional-catolicismo no fueron un invento de Franco, él convirtió en “establishment” y dogma obligado algo que, desgraciadamente, ya había intoxicado a generaciones. Esa resignación del español ante la desgracia, entonando canciones como la de “No te mires en el río”: “En Sevilla hay una casa/ y en la casa una ventana/ y en la ventana una niña/ que las flores envidiaban” ya se intuía entonces. En este tema, el novio le prohíbe a la joven que se mire en el río –¿quizá intentando evitar la tragedia?– y cuando regresa con flores y una promesa de matrimonio entre sus manos: “La vio muerta en el río/ cómo el agua la llevaba/ ¡ay, corazón, parecía una rosa!/, ¡ay, corazón, una rosa mu blanca!”. Tan pura, tan inocente, tan tentada por lo prohibido. “Esta canción gustaba porque, como una obra de Shakespere, tiene distintos niveles –explica Montalbán–.Hay una canción sentimental primitiva: un novio, una novia, una muerte trágica, atávica, en el agua. Pero la relación lógica de todos estos elementos es absurda, existe una lógica, pero no es una lógica del tópico común de la canción de consumo. Es una lógica subnormal, para la que hay que tener educado el octavo sentido de la subnormalidad. Y bien educado lo tenían aquellos seres de precaria épica, aquellos españoles de los años cuarenta que habían perdido en el río acontecimientos incontrolables: novias, novios, tierras, recuerdos, dignidades, palabras sagradas, ideas, símbolos, mitos, la alegría de la propia sombra. Aquella canción les valía para expresar su derecho a no comprender del todo las cosas y hacer de esa profesión del absurdo una extrema declaración de lucidez”.   
Ese velo que cubría las fealdades del pasado les hacía exaltar la belleza y la alegría, evitando el conflicto, reivindicando esa “filosofía de la vida cínica” de la que habla Montalbán. Como el periodista destaca, a los españoles no nos iban evidencias como la perpetua guerra fría entre Tom y Jerry, preferíamos darle la espalda a los problemas y a aquellos relatos atroces en los que los rojos eran caníbales despiadados: «No había piedad dialéctica para el vencido, y había un recelo lleno de resentimiento para el superviviente». 
El folletín, como fenómeno popular, acabaría cediendo el testigo al serial radiofónico, que heredaba su función multiplicando su efecto a través de la «hipnosis radioeléctrica» que describe el periodista. «Ahí están los seriales de Sautier Casaseca, cargados de intención política, servidos a través de un medio omnipotente que sólo necesitaba electricidad para llegar al último rincón de la última oreja. (…) Fue un auténtico asunto de hipnosis radioeléctrica, como de si los receptores se escapase el efluvio de la persuasión o como si las combinaciones musicales fuesen en la realidad melodías del flautista de Hamelín». Todavía sobrevive ese encanto en los seriales televisivos presentes –sólo hay que echar un vistazo a «El secreto de Puente Viejo» o «Amar es para siempre», especialmente en su etapa anterior en La 1, o en las más reciente «Velvet»–, en la que las protagonistas han estado sometidas a la injusticia y a la vejación, a la lucha de clases, al desdén y a la miseria. La España del folletín, la del melodrama, no estaba sólo presente en esas pasionales novelas por entregas, ni en las canciones, ni en las novelas radiofónicas, viaja –¡y perdura!– como un polizón en cada expresión de la cultura popular. 
En esta primera entrega de la novela de Mario D’Ancona, siguen presentes los mismos martirios para la protagonista, que en esta ocasión –y quizá representando el espíritu republicano– se enfrenta a la traición del que cree su esposo y, sobre todo, de la cruel y manipuladora «marquesita de Vegaclara», la prima de su amado, que organiza un matrimonio de conveniencia con el joven. La belleza de la antagonista, quizá equiparable a la de Amelia, queda ensombrecida por «las facciones algo duras y la mirada altanera y despreciativa». Habla con su tío –a la sazón, conde de Casalta y padre del infiel– sobre la necesidad de que el matrimonio se celebre cuanto antes, ya que el joven parece algo confuso a la hora de reconciliar su recién nacida pasión por la marquesita con su pasado, en el que Amelia y sus dos niños mellizos le sonreían con entrega y devoción. «Prefiero que se muera a que se case con una mujer que puede ser hija de un verdugo o de un criminal», llega a asegurar el decepcionado padre, antes de alabar a su sobrina por su alta alcurnia: «Eres de mi raza, de mi estirpe, de hombres y mujeres fuertes y heroicos». En la escena en la que Amelia está a punto de descubrir cómo el padre de sus hijos estaba a punto de contraer matrimonio con su prima, la compasión se apodera de los vigilantes de la entrada y de una lavandera justiciera que “era la mujer del pueblo, toda corazón, que se indignaba al ver el crimen que sus señores iban a cometer con una pobre madre y unos niños. La lavandera de la casa era mucho más noble que sus aristócratas señores” –apostilla el narrador–, por lo que la protagonista al fin puede entrar junto a sus retoños, provocando un síncope en el confuso novio y desmayándose ante la cruel escena. Cuando recobra el conocimiento, la madrecita sabrá que le han quitado a uno de sus hijos «lo retienen como prenda de su silencio y resignación al sacrificio que le imponen el egoísmo del conde de Casalta y el interés de la marquesita de Vergara», anuncia el prólogo. Así, con este trágico final, Amelia pasará de ser la mojigata protagonista a convertirse en una heroína, fiera e imparable, que luchará hasta el fin de los días para que le devuelvan a su niño. 
La trágica escena final
Nota final y curiosa recomendación editorial
Montalbán ya lo advertía: «Esta crónica sentimental se escribe desde la perspectiva del pueblo, de aquel pueblo de los años cuarenta que sustituía la mitología personal heredada de la guerra civil por una mitología de las cosas: el plan blanco, el aceite de oliva, el bistec de cien gramos, el jabón bueno, un corte de buen paño». Ese pueblo de silencios obligados que se vio en la necesidad de dejar atrás aquel pasado lúgubre que gemía sin que nadie lo pudiese mencionar ni consolar, propició que esta generación muda convirtiese lo cotidiano y el presente en un canto a la vida, el único canto que podían entonar. La dignidad, la bondad y el trabajo era lo único que les quedaba a las heroínas del pueblo, incluso antes de que la posguerra llegase entonando un olvido impuesto y doloroso. La crónica sentimental de España, aún a día de hoy, no tiene punto y final.

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Un poco de intrascendencia

Hay algo pretencioso en todo comienzo, especialmente cuando se escribe: un afán de seducir, de mostrar el sugerente canalillo que dejan entre sí las letras, ese hueco de silencios en el que se acomodan las pomposas palabras y por el que deseamos que se deslicen, sin mirar a los ojos del autor, las miradas de los lectores. En los días de humildad –solo aparente– uno otorga el arranque a la cita de autoridad, como cediendo el honor a quien se admira, a esa frase reveladora que no es más que uno forma de facilitar el temido comienzo y, de paso, demostrar que además de escribir, uno puede incluso instruir –aunque sea con los pechos de otro, con escotes más generosos–. Pero en los días de gracia, no resulta difícil que la duda larriana nos asalte y antes de pensar en ese “querido lector” al que todos apelamos una se plantee ¿por qué comenzar con tal afirmación –convertida casi en prejuicio– y no flagelarse directamente con la pregunta básica: “¿es que hay alguien ahí?”. Pese al esmero, la cuestión, desde luego, adolece de originalidad: ya el propio Larra, antes de que lamentase –y le venciese– aquello de que “escribir en Madrid es llorar”, aseguraba que “el público es el pretexto, el tapador de los fines particulares de cada uno” en su artículo “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”.

Desde luego, en días como hoy, en los que el espíritu pulula con más garbo hacia las temblorosas anotaciones de los márgenes, las indelebles manchas de aceite y la lágrima de vino en el papel que sobre el renglón mecanografiado, una prefiere pecar de soberbia y reducir la escritura a excusa, a ataque de rebeldía. Afán, eso sí, espoleado por el artículo de Isabel GómezRivas sobre Julio Camba en Jot Down. No me resisto a incluir la gran cita –no apta para pudorosos– con la que el periodista gallego resumía su modus operandia la hora de escribir un artículo: “Yo me encierro por las tardes en un cuarto con un poco de papel como, para hacer otra cosa, pudiera encerrarme en otro cuarto, con otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo sale. Unas veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y escaso, pero siempre sale”. Lo que más me conmueve de la cita es la innegable intrascendencia con la que Camba se revela contra el oficio: ¿no es, acaso, desprendiéndonos de tal responsabilidad cuando el ejercicio se puede afrontar con la libertad que requiere su práctica? La afirmación, aunque parezca inocente, coloca a una en el dilema hamletiano: ¿dejarse llevar por el romanticismo larriano o por la pose descreída de Camba? Y lo que es peor, según plantea en su artículo Gómez Rivas: ¿aferrarse a una juventud impostada o dejarse llevar por el agnosticismo de la senectud? Negar que hoy entre el “Yo y mi criado. Delirio filosófico” que Larra escribió en la Nochebuena de 1836 –tres meses antes de su muerte– y el “Yo y mi sirviente (El repórter es mi sirviente) que Camba publicó en octubre de 1906; he de reconocer mi querencia por el segundo, por esa fina ironía con la que, digámoslo toscamente, se orina sobre la profesión equiparando la intrascendencia –la labor efímera– del mozo que barre y el periodista que escribe. Para ser justos habría que aclarar que ese Larra decadente de finales de 1836, se me antoja hoy afectado, como si su patetismo dejase de ser una herramienta de acidez prosaica para convertirse en un triste convencionalismo. Su superstición hacia la Nochebuena y, en general, hacia los 24 de cada mes –fecha fatídica en la que él mismo nació–, convierte el día que le antecede en un preludio amargo y, al que le sucede, en una tensa inquietud, y así transcurren  las horas cansadas, girando en torno a una negrura que no hacía más que preconizar un final injusto y desesperado.Larra –el grandilocuente– representa hoy los ideales; Camba, la conciencia impertinente, la sonrisa sarcástica e incómoda. Conviene no olvidar nunca qué cerca está el primero del suicidio y qué poco necesitamos a veces para acomodar al segundo en una confortable suite del Palace.

Inmersa en esta ciclotimia periodística entre Larra y Camba de quien prefiero acordarme hoy del tierno protagonista de “Afirma Pereira” (Leya), de Antonio Tabucchi. Ese dinosaurio periodístico anclado en su trinchera literaria, escupiendo críticas con pretensión didáctica sin darse cuenta de que el mundo era otra cosa: aquella locura fascista, la sangre sobre los melones en el mercado, la voz irreverente de Monteiro Rossi –que no es más que la juventud ahogada, la respuesta impertinente– empeñado en escribir sobre autores comprometidos y comprometedores… Lo más fascinante de la novela de Tabucchi no es la maravillosa naturalidad con la que evoluciona el personaje, sino todo lo que queda sin resolver: a quién confiesa Pereira su historia, cuáles son sus verdaderos sueños –los que él cree que nunca han de revelarse–, cómo fue esa infancia que evoca, pero de la que no habla “porque nada tiene que ver con esta historia”… El atractivo de Pereira es que su narración, como la de todos, se construye también con silencios forzosos. Entre sus reflexiones, me enternece cómo un católico como él, reflexivo hasta la espina, comienza a encerrarse en su soliloquio hasta verse en un laberinto sin respuesta: “Había una cosa a la que no conseguía dar crédito: la resurrección de la carne. En el alma, sí, claro, porque tenía la certeza de poseer un alma, pero toda aquella carne, aquella grasa que envolvía su alma, pues bien, esa no, esa no volvería a revivir, ¿y por qué?, se interroga Pereira. Todo aquel unto que lo acompañaba cotidianamente, el sudor, la fatiga al subir las escaleras, ¿por qué deberían resucitar?”. Aquel día de 1938 en el que arranca la narración, Pereira, sin darse cuenta, comenzaba a ser otro, o quizá a ser él mismo, pero de otro modo. La teoría de la confederación de almas le avalaba: “Acreditar que somos una unidad independiente, destacada de la inconmensurable pluralidad de nuestros propios yo, representa una ilusión, quizá ingenua (…) el doctor Ribot y el doctor Janet ven la personalidad como una confederación de varias almas, porque la verdad es que tenemos varias almas dentro de nosotros, una confederación que acepta el dominio de un yo hegemónico”
Esa camaradería esquizofrénica, conmovedoramente posibilista –todos somos resultado de un compendio y, a la vez, tantos “yo” posibles– ayudan a este viejo escribiente a argumentar su cambio de perspectiva, tan necesaria como inevitable. Quizá, cobijada en su experiencia, me resulte menos doloroso afirmar que de Larra a Camba, pasando por Pereira, una se haya hecho un poquito más descreída, puede que incluso –con fortuna– un poco más incómoda. Sentirse así, menos intrascendente y grave de lo que acostumbramos a hacerlo, puede que nos ayude a ver que la escritura, a veces, no es más que deslizar una y otra vez tus manos cariñosas por el cabello que se aferra, muerto, a las cerdas del cepillo. Sí, puede que no dé placer a nadie, pero ¿y lo que relaja? 

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Savater, el pensador incómodo

El renglón torcido siempre resulta ser ese primero y escurridizo que se resiste a abandonar los límites de la mente para transfigurarse en el papel, para manchar su impecable superficie y perder con ello esa segura y cálida grandeza que le confieren las fronteras del pensamiento. El aliento gélido que empapa al país estos días es un lastre para las ya de por sí amodorradas manos del escribiente, siempre en busca del reconfortante calor del silencio, siempre queriendo sentirse presas, así, la una con la otra, para no vomitar palabra alguna sobre el teclado, para dejarse llevar por ese fuego narcótico que desprende la piel… Pero, al margen de los violáceos delirios que el frío pueda dibujar sobre ellas, la lectura puede ser un refugio y la excusa perfecta para cobijarse bajo la manta y colonizar el sofá. Eso sí, Figuraciones mías (Ariel), de Fernando Savater, no invita precisamente a adormecerse, sino a arañar la curiosidad del lector incitándole a ser partícipe de sus reflexiones. El libro recoge una selección de artículos periodísticos el aquejado género al que el autor ya supone el rigor mortis de un cadáver y se divide en tres partes: «Admiraciones», en la que desgrana algunas de sus pasiones lectoras, «La dificultad de educar», donde aborda aspectos sobre la enseñanza pública y «Envueltos en la red», en la que escribe sobre el ciberespionaje y la propiedad intelectual, entre otros.
Poco dado a la displicencia, el aplaudido autor de Ética para Amador demuestra una vez más ser uno de esos padres intelectuales a los que siempre se puede recurrir para encontrar un comentario lúcido y sereno, aunque, al igual que ocurre con los progenitores biológicos, a menudo se tengan demasiadas objeciones a sus razonamientos. De hecho, Savater conjuga el encanto del pensador incómodo: lo mismo ofrece argumentos a las posiciones más conservadoras, que defiende la educación laica y la asignatura de Educación para la Ciudadanía, para disgusto de Rouco Varela. En palabras del autor de Figuraciones mías: «Uno puede envidiar la fe como puede envidiar a quien está borracho, porque mientras le dura ese atontamiento exaltado se siente a gusto.» 
Pero, dejando a un lado los temas más polémicos entre los que se incluyen juicios sobre los nacionalismos, a los que el filósofo aplica la genuina «moral del pedo» (que acuñó Ferlosio) para referirse al inmovilismo de algunas convicciones, ya que, para muchos «sólo huelen mal las de los otros», que no dejarán indiferente al lector; a mi juicio, la parte más interesante de este recopilatorio es, aún a riesgo de desdeñar su opinión sobre temas candentes de la actualidad, la que se refiere a su faceta como lector. Lejos del complejo de escritor y del impertinente alarido del filósofo, ese Savater arrodillado antes los grandes se me antoja más magnánimo y certero. Especialmente, por debilidad de esta Trilby, me resultaron muy atinados sus comentarios sobre Virginia Woolf, no sólo en los aspectos de mayor consenso entre los literatos «no hay una ‘literatura femenina’, a efectos críticos, pero sin duda ha habido una larga lucha femenina para abrirse paso en la literatura monopolizada y dirigida por la autoridad de los varones. Si hoy, afortunadamente, esa batalla está ya decidida y han ganado las buenas, a pocas personas debe tanto ese triunfo como a Virginia Woolf. Llamarla ‘escritora’ a secas es poco, porque fue en toda la extensión del término una ‘mujer de letras’, una humanista en el sentido más moderno e innovador de esa calificación», escribe Savater, sino en los que revela su más sincera admiración, desde la humildad de un lector encandilado ¿ y apabullado? por la inigualable autora de Las olas. «Ninguno de quienes la hemos amado a través de la lectura podemos consolarnos de no haberla oído conversar», asegura Savater. Pero si hay una reflexión que me ha conmovido es, sin atisbo de duda, la que se refiere al fallecimiento de la escritora británica. El filósofo opta, como prefiere cualquiera que haya sentido el pulso vitalista e inconfundible de la obra de Woolf, por desmitificar y contextualizar su suicidio en el río Ouse: «No conozco escrito más emocionante intelectualmente emocionante, no sólo sentimental que la carta de despedida a su marido Leonard cuando decidió suicidarse. Acaba con la frase más terrible y sincera (‘No creo que dos personas puedan ser más felices de lo que hemos sido tú y yo’), la declaración estremecedora de que ni siquiera la felicidad basta. Lo que más tememos oír. Y comienza: ‘Siento que voy a enloquecer de nuevo’. Pero no se trataba solamente de un pánico por la cordura personal. Los nazis amenazaban con invadir Inglaterra y la tenían en la lista de personalidades que debían ser eliminadas cuando dominaran la isla. Ella presintió que formaba parte natural e inevitable del enemigo de los bárbaros y que era en realidad Europa la que iba a enloquecer de nuevo.» Así, elevada a metáfora, convertida en un trasunto de esa Europa agónica y delirante, la muerte de Woolf vuelve a dar pie a los argumentos más románticos, aunque no deje de ser, desgraciadamente, el precipitado punto y final con el que se cerró su biografía.

Savater junto al busto de Virginia Woolf
Será por ese indudable misterio que envuelve los designios de la Parca, la muerte, inevitable, circunstancial, parece empeñarse en querer definirnos. Como Savater comenta en otro de los artículos, «El Averno, la casa de todos», hay una suerte de «ciudadanía forzosa» que distingue e identifica a quienes han transitado por el inframundo. Según recoge Savater, citando el relato de Leónidas Andreiev sobre la resurrección de Lázaro, «el beneficiado nunca dejó de inspirar sobresalto por su inconfundible aroma al más allá». Resulta tan curioso como fácil de imaginar pensar en ese Lázaro devuelto a la vida para sufrir el repudio y el recelo de sus vecinos, que una se plantea si el reverso cruel de los milagros no será una efectiva forma para que aceptemos, pese a todo, las ventajas de la finitud. Aunque, con el permiso del filósofo, puede que sólo sean figuraciones mías.

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