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El viejo y el mar: una novela clave en la obra de Hemingway

Ya hemos tratado en este blog el estilo periodístico que define la narrativa de Hemingway, depurada, llana, sencilla hasta redundar en la evidencia. Este deje reportero que determina la voz del escritor estadounidense es lo que podemos encontrar en su obra El viejo y el mar, posiblemente su novela de ficción más famosa, publicada en 1952.

Para Hemingway el cribado de la experiencia personal es necesaria y está fuera del marco que define la obra. Como el propio autor diría al respecto de El viejo y el mar:

Este libro pudo haber tenido más de mil páginas e incluir a cada uno de los personajes de la aldea y todos los procesos de cómo se ganaban la vida, cómo nacían, se educaban, tenían hijos, etcétera. Otros escritores han hecho esto excelentemente y bien. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho satisfactoriamente. Así que yo he tratado de aprender a hacer algo distinto. Primero he tratado de eliminar todo lo que sea innecesario, para comunicarle una experiencia al lector, de modo que después de que él haya leído algo, eso se convierta en parte de su experiencia y parezca haber sucedido en realidad. Esto es muy difícil de hacer y yo he intentado hacerlo con mucho esfuerzo. (…) [Respecto a los protagonistas] La suerte consistió en que tuve un buen hombre y un buen muchacho y los escritores se han olvidado de que tales cosas existen todavía. Por otra parte, el océano merece que se escriba sobre él tanto como lo merece el hombre. Así que tuve suerte ahí. Yo he visto al pez vela aparearse y sé de eso, de modo que lo dejé fuera. He visto un cardumen de más de cincuenta cachalotes en ese mismo pedazo de mar y una vez arponeé uno de casi sesenta pies de largo y lo perdí, de modo que dejé eso fuera. Todas las historias de la aldea de pescadores que conozco, las dejé fuera. pero el conocimiento es lo que constituye la parte del témpano que está bajo el agua.»
Del resultado de todo ese proceso de selección que reduce la historia a lo indispensable, surge una novela tan simple que aviva la experiencia literaria, en la que todo lo importante está fuera y es completado por el lector, que es quien da sentido verdadero a la aventura de ese anciano en busca del pez más grande jamás visto. Y es que, Santiago, el viejo protagonista, es el tipo solitario, lánguido y rutinario que resume el talante de los personajes de Hemingway. Marcado por la muerte de su esposa, esto es, sumergiéndose en la monotonía para obviar la ausencia, Santiago es ese héroe marginal que no busca conquistar el mundo, sino su propia soledad. Como Baltasar Procel señala en el prólogo de El viejo y el mar: «Los capitanes de Conrad son profesionales de un oficio determinado y procuran cumplir su cometido con irreprochable -aunque a veces fallen- eficiencia de funcionario. Creen en lo que hacen y en la sociedad que les ha encomendado la tarea, sin asomo de duda. La cual, inversamente, corroe hasta el tuétano a los tipos de Hemingway, para los que la acción es el todo, mientras miran hoscamente los deberes sobrestructurales con los que el establishment pretende condenarlos.»

Quizás por ello, Santiago no se conforma con pescar un ejemplar cualquiera, por éso se aleja de la costa, por éso busca atrapar el océano entero… ¿qué si no, puede simbolizar para un viejo limitado y anímicamente hendido, la captura del mayor pez jamás visto? Su único vínculo con la realidad, quien lo mantiene dentro de los límites de la sociedad y lo aleja de su universo ermitaño, es el joven pescador, quien admira a Santiago tanto como se compadece de él, de su soledad, de su existencia límite en el abismo de la cordura. La conjugación de estos dos personajes, la oposición entre la frescura y el poso de la experiencia llenan esta obra, aparentemente sencilla, de contrastes colmados de ternura y dedicación.

De este modo, El viejo y el mar se convierte en un libro que habla de la dignidad de lo cotidiano, que ensalza la resignación de la monotonía elevándola a un ideal. La pesca, por tanto, es sólo la huida, la fuga, la libertad romántica. Y hasta en los actos más autómatas y mecanicistas, puede esconderse una finalidad noble, que engrandece.
A través de Santiago, Hemingway nos habla de la templanza, de la tenacidad y la paciencia. Nos enseña que en la rutina, también puede haber filosofía. Y, sobre todo, intenta hacernos ver que los grandes logros, las más duras batallas, sólo se ganan con una única arma: el tiempo. Y son, precisamente, el tiempo y el océano, las almas subversivas de una naturaleza que afrentan al protagonista y al mismo tiempo lo conmueven.
Con el vaivén de un viaje que se dilata durante días y sin tierra que sirva de anclaje a nuestros ojos, la captura del enorme pez se convierte en una experiencia irrepetible sobre el respeto, la admiración y la supervivencia. Como sentencia el viejo protagonista: «Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.»

La mar de los marineros

Para los lectores marítimos, ahí va la definición del narrador sobre «la mar», referida en femenino, tal y como acostumbramos a oír en la costa. A pesar de todo -y como lo cortés no quita lo valiente-, hay que aclarar que la explicación es, por cierto, tan romántica como irremediablemente sexista:

[En referencia al viejo, Santiago] Decía siempre la mar. Así es como la llaman en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía las cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.

La apreciación es meritoria, a pesar de las discrepancias que puedan surgir con la comparativa. Su valía reside en el hecho de que la obra fue escrita en Cuba, por lo que contiene muchas referencias a palabras en castellano. Y Hemingway tuvo la sensibilidad oportuna -llamémoslo, olfato periodístico- para apreciar la diferencia y describirla.

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La bala que medió entre Hemingway y Larra

Los escenarios son dispares y más de un siglo encarna la distancia temporal entre estos dos escritores pero, el trasfondo, la subrepticia huida existencial, es la misma. El 13 de febrero de 1837, la madrileña calle Santa Clara se sobrecogería como improvisado lecho mortuorio del cadáver de Mariano José de Larra. El 2 de julio de 1961, en la localidad de Ketchum -Idaho- otro disparo acababa con la vida del premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway. Entre uno y otro espacio, entre una y otra fecha, apenas media el estruendo de la pólvora, el temblor de un arma de fuego escupiendo la bala que transformaría en física y certera la muerte anímica que ya había intoxicado las narraciones de ambos autores.

Ése fue el resultado: un viejo lobo de mar y un pobrecito hablador unidos por el salvoconducto con el que huyeron de su Hades interior. Hubo otros nombres extinguidos de igual forma, como el dramaturgo ruso Vladimir Mayakosvki, que eligieron un punto y final en sus vidas garabateado con metralla. Sin embargo, mucho antes del final, en el caso de Larra y Hemingway existen algunas similitudes en sus biografías que consiguen hilvanar sus caracteres -tan flácidos de entusiasmo- más allá del dramatismo. Quizás en ambos encontremos una suerte de mirada inexplorable en sus retratos, una fuga de sus ojos por la tangente del misterio que, sin duda, se oponía a la contundencia de sus relatos.
Pero, al margen de estas impresiones, puede que haya sido el periodismo lo que más marcó la esencia literaria de ambos escritores. En el caso del autor de El viejo y el mar, Premio Pulitzer en 1953, su experiencia durante la Primera Guerra Mundial como reportero en el Kansas City Star marcaría hondamente «una exigencia de estilo que, pulida hasta la exasperación, será la base de su prosa», tal y como lo explica Baltasar Porcel; quien, además, justifica en esta etapa periodística una temática reiterante en el universo de Hemingway. «Por espacio de varios meses [cuando contaba con 18 años], practica el reporterismo callejero: delitos, entrevistas a famosos, un torbellino cotidiano, especialmente centrado en la crónica de sucesos. Una ejercitación de la violencia que abundará después en sus libros».

Pero sin tomar en consideración el oficio que consiguió imprimir sobre Larra y Hemingway un estilo y una temática particulares, los lazos románticos también conectan sus destinos. Si Dolores Armijo fue la última prueba del desentendimiento entre Fígaro, el amor y las mujeres; en el escritor estadounidense sus frustraciones al respecto empaparían gran parte de sus escritos. «Su imagen de la mujer presenta escasa consistencia: son personajes episódicos, áridos o devoradores del hombre, que a los más pueden significar un período de amor, marcadamente físico, y una alianza temporal contra la soledad», afirma Porcel. Es esta visión la que ha envuelto a Hemingway de una atmósfera machista y despreciativa hacia las mujeres. Sin embargo, tras esos débiles personajes femeninos que retrataba, probablemente se esconda la incapacidad del autor para comprender al «sexo opuesto». No en vano, las mujeres que describe en relatos como El verano peligroso o Adiós a las armas, fallecidas inopinadamente, sólo constituyen una rémora en el recuerdo de sus protagonistas.

La estirpe suicida
Una anécdota tan curiosa como desagradable es la que nos permite ver a Hemingway como el eslabón intermedio en una estirpe marcada por la herencia del suicidio. El padre del escritor estadounidense, enfermo de diabetes y hundido económicamente por los efectos del crack del 29 se suicidó disparándose un tiro con un ejemplar del popular revólver Smith and Wesson. Aquejado por un macabro fetichismo, Hemingway conservó aquella pistola aunque, como señala Porcel, «el recuerdo de aquel acontecimiento fue uno de los que le acompañaron, terrible, el resto de sus días.»

El último eslabón de la cadena familiar lo completaría su nieta Margaux Hemingway, modelo y actriz atormentada y depresiva que acabaría suicidándose el 1 de julio de 1966. Sobrecoge e inquieta la pregunta final ¿por qué quitarse la vida un día antes de cumplirse el quinto aniversario de la muerte de su abuelo?

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